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Acheron Hablin

  El edificio Hediggan se encuentra en uno de los barrios más tristes de la ciudad: triste como la oración de un judío en el matadero. Y las ventanas tienen esa tonalidad que me recuerda al gris ceniciento de alguno de los peores trajecitos de Harper´s. Digamos que ese gris se extiende y corroe la ciudad y le da su aspecto de naturaleza muerta, más o menos como lo que pueda tener Santa Claus de naturaleza muerta; es navidad y yo me dispongo a realizar mis compras de baratijas y postales y de alguna buena botella de whisky. Este es el único regalo que por supuesto voy a obsequiar al viejo Acheron Hablin, es decir, a mí mismo. Cuando alguien llega a este límite le parece que un paso más allá solo aguarda el ataúd decorado con flores artificiales oliendo a cierta jazz band agridulce, si saben a qué me refiero. Siempre he preferido los funerales del Oriente. En mi barrio vivió durante algunos años una pareja de japoneses: los señores Matsumoto, quienes previsiblemente se dedicaban al negocio del bonsái. Pues bien, cierto día al viejo shogun Matsumoto le dio un infarto y lo encontraron en medio de una baba gris –como las ventanas del edificio Hediggan- y tenía los ojos abiertos esperando por la Revelación; pensé que estaba escuchando atentamente a alguien cuando le sorprendió la muerte. Y fui a los funerales de los Matsumoto. Los incluyo a los dos en la ceremonia pues la anciana nipona siempre me pareció algo cadavérica y allí en la funeraria había adquirido ese color definitivo, diríamos que intocable. Daba la misma impresión que aquella persona a la que nunca le queda nada bien y de repente acierta con una combinación de jeans y camisas del Trópico; se nos revela entonces una especie de Bette Davis satánica. Ese estado de, pudiéramos decir, satanidad hollywoodense lo iba a encontrar repetido a lo largo de mi vida y si algún día tengo tiempo de contársela ya verán cómo eso -o la advertencia de eso- puede constituir la maldición y también el despertar inigualable de los sentidos: yo prefiero llamarlo lobotomía poética. Volviendo al funeral de los señores Matsumoto, recuerdo que la parentela vestía de blanco y los trajes de las mujeres las transformaban en agradables paquetitos que yo deseaba morder solo por curiosidad. Nunca experimenté otra atracción frente el look monocromático de las japonesas; me parecía que si alguien arrojara a cualquiera de esas mujeres en un vaso de agua al instante se iban a disolver como pastillas de Alka-Seltzer. Y desde entonces identifiqué a la cultura oriental con el sonido del Alka-Seltzer. Mi definición de la felicidad, la paz interior, la quietud y otras estupideces se redujo por intervención divina y farmacéutica a eso: el leve salto de unas burbujitas.

  Dije al inicio que me disponía a salir de compras pero ya he vuelto y estoy listo para referirles la historia de Buffalo Bill -les advierto que no se trata del patético artista circense, predecesor de Armani y Coco Chanel-.

  Hace cincuenta años vivieron en este edificio el matrimonio de Florence Lee y Cleveland Hayes y su pequeño hijo Thelonious. Se las arreglaron para alquilar uno de los departamentos del ala Oeste, con vista al Hudson. La vista realmente no era muy buena, pues en 1937 en la ribera donde estaba ubicado el edificio Hediggan se comenzó a construir la fábrica de neumáticos Johnson & Brothers, y eso pronto les fastidió la hermosa vista e incluso les bloqueó la luz del día, cosa que no sé por cuál razón me alegra evocar, como si pudiera verles las caras mirando con impotencia cómo aquella sombra dura y vertical iba disminuyéndoles la dosis de sol y agua sucia, hasta que frente a sus ventanas se irguió un muro azul con pequeños agujeros grasientos. Mirando aquella basura parecida al cielo creció Thelonious Hayes.

  Yo por mi parte siempre he detestado a los vecinos y de buena gana los introduciría en los agujeros grasientos de la fábrica de neumáticos. Pero ahora no estamos hablando de mí sino de Thelonious Hayes. Durante 1938 comenzaron a transmitir por la televisión el popular serial Lucius Snyder Private Eye cuya trama bizarra, laberíntica y entrópica se basaba en los innumerables casos que debía resolver el afrancesado –y yo diría que asexuado- Lucius Snyder y su despampanante –estoy usando un adjetivo que heredé de los años 40- Liza Stuntz. A las nueve de la noche todo el edificio conectaba el televisor y se extasiaba tratando de resolver antes que el propio detective el enigma del capítulo. Los títulos eran de por sí un enigma: The Comeback of Mr. Kerr, The Book of secrets Safaris, Winterness, The Mountain´s Eyes, Krakatoa´s Code, Aligators, Bahanda in Beverly Hills, Beutiful Bakunin, ¿Who is Momo?, y su continuación: ¿Where is Mamma?  Y el misterioso y alucinante episodio final Skarpatia. En medio de esta parafernalia de ciencia ficción, espiritismo y técnicas copiadas por una mano piadosa de la Criminología de Lombroso, el pequeño Thelonious aprendió que incluso el caso más difícil tiene solución, aunque la mano del guionista colabore un poco, y mucho la credibilidad del pequeño que ya en su diminuto cuarto atesoraba la foto del actor Jack Parnell y su ayudante, la modelo Nika Stoulskis-Mayer. Se pasaba horas escrutando el rostro impenetrable de Lucius Snyder y le ofrendaba amenazadores ramos de margaritas, arrancados del patio de la fábrica de gomas al regreso de la escuela. Tenía que sortear muchos peligros y cierta vez le hicieron lamer el suelo y en otra ocasión lo obligaron a beberse un pote de baba vieja, según dijo Matías Brown, el latino cuyo verdadero nombre era Matías Marrón -su padre pensaba que la cacofonía le traería mala suerte en Norteamérica-. Al año siguiente un balón de fútbol lo arrojó sobre el cuchillo de un amolador de tijeras y el arma homicida era propiedad de su padre que se la había entregado al amolador quince días antes. El caso habría sido más complejo si la ambulancia que los trasladaba a los dos –al muchacho y al amolador- no se hubiera estrellado en Phantom Street contra el tranvía de Hoboken-Laneroad. Todos fallecieron piadosamente incinerados. Ahora que lo pienso, aquella podría haber sido una excelente investigación para Lucius Snyder. Aquel verano el joven Thelonious continuó poniendo margaritas al retrato de su héroe y la serie inició otra fase decididamente barroca: en cierto episodio, Al Capone se apodera del alma de un predicador y escribe  poemas que hace pasar por textos inéditos de George Washington, ganando con ello 200 000 dólares los cuáles invierte en una película sobre humanoides y quema los rollos para ganar el seguro; pero otro cineasta independiente utiliza fragmentos de la película como material de archivo para su documental de cinema-verité que casualmente Lucius Snyder descubre cuando están a punto de ser vendidos a un coleccionista. El caso es mostrado y resuelto satisfactoriamente en cincuenta y cinco minutos.

  Cuando Lucius Snyder anunció la solución del enigma el edificio Hediggan estalló en una cerrada ovación que duró cinco minutos.

  En el año 1939 el padre de Thelonious -Cleveland Hayes- trajo a un pequeño búfalo de Colorado Springs. El animal pesaba sus buenos 350 kilogramos y afortunadamente no se resistió mientras lo introducían en el elevador. El aparato chilló como vieja con artritis y al llegar al noveno piso el búfalo entró dócilmente al pequeño departamento de los Hayes. Solo Florence Lee, madre sufrida, lo miró con el mismo ojo frío y de humanoide que ostentaba el viejo Buffalo Bill. Y comenzó la guerra silenciosa que tendría por escenario los quince metros cuadrados del apartamento.

  Primero la madre tuvo que lidiar con la dieta del búfalo, quien se hizo fanático de los cereales, en especial de un cereal –Grokoff- cuyo nombre sonaba como alguien que estaba hablando con la boca llena de polvo. El búfalo necesitaba tres paquetes de Grokoff en el desayuno y dos en la cena. El almuerzo estaba compuesto por dos pilas de yerba mexicana, según la había bautizado el vendedor experto en vegetales exóticos, que el señor Hayes visitaba en Brooklin y al cual compraba el extraño producto. Meses después descubrieron que se trataba de hierba común y corriente arrancada en las riberas del Hudson; a partir de ese momento el alimento fue más barato y menos engorroso. El pequeño Thelonious incluso trató de alimentar al búfalo con margaritas, pero el animal lo miraba con sus grandes ojos y allá en lo profundo el niño creía distinguir una cacería muy antigua, en un tiempo que le calaba los huesos por la intemperie que exhalaba, y la piel del búfalo le parecía más fuerte y sedosa y las patas golpeaban con aquella fuerza salvaje que no acertaba a comprender: siempre encontró oscuridad al final de la mirada del búfalo. La certeza de que en el animal había otro universo más complejo que el de la pared llena de agujeros azules frente a su cuarto, que se trataba exactamente de la sustancia a la cual su héroe el detective Lucius Snyder se enfrentaba –el Caos- perturbaba su mente infantil. Estas meditaciones no son del todo ciertas pues el niño en realidad era mucho más egoísta y menos inteligente. Me parece que todo eso es lo que ahora estoy viendo, cuando la imagen del búfalo entra por mi chimenea en lugar de Santa Claus mientras escribo estos recuerdos.

El búfalo, como quiera que sea, comenzó a estorbar. Y Florence Lee mientras hacía el amor con su amado Cleveland, escoltados por el silencio del búfalo, iba proponiendo a su esposo la aniquilación de la bestia. El marido también había comenzado a hastiarse, sobre todo luego de unas diarreas interminables que atacaron al búfalo. La mierda corría insensiblemente sobre las alfombras, los cortinajes y las personas; el animal cagaba despiadadamente cuanto se le ponía por delante salvo dos excepciones: el pequeño Thelonious y su retrato de Lucius Snyder. El resto de la casa era víctima de la oncena plaga de Egipto; a pesar de los cuidados y los desinfectantes, la casa adoptó un color y un aroma característicos que aún hoy persisten en el ala Oeste del edificio Hediggan. Luego la epidemia cesó. Pero el odio en el alma de la señora Hayes no. Y en la iglesia pentecostal de Manathoes Park oraba por la desaparición de la bestia y urdía sus primeros intentos criminales. No creyó necesaria una confesión –que de cualquier modo en su religión no existía- para lo que habría de intentar.

  En la mañana del cinco de febrero de 1940, la señora Florence Hayes abrió las puertas de su diminuto balcón y colocó en la baranda de madera podrida un tazón con los tres paquetes de Grokoff y abundante leche. Luego tomó su trapeador y se sentó a esperar. Nueve pisos abajo su hijo jugaba al baseball.

  El búfalo despertó por el olor de su desayuno y pareció extrañarse al descubrir tantas atenciones por parte de la señora Hayes. Hasta ese día había considerado a la mujer como una maldita bruja de la que había que deshacerse a toda costa, pues de alguna manera estaba seguro que era capaz de asesinarlo. No por gusto en el serial de Lucius Snyder había visto un caso así, nombrado Tarántula. Por eso consideró seriamente las desventajas de ir a tomar su desayuno en el frescor de la mañana, frente a esa baranda podrida y con un ama de casa que simulaba trapear el suelo de la cocina. Deseó fervientemente aún padecer su antigua enfermedad pero ya no le quedaba nada que defecar excepto a sí mismo, y esta posibilidad le era harto desagradable y cíclica. Pero, en fin, el instinto pudo más: se dirigió al balcón. El búfalo era entonces un magnífico ejemplar adolescente, capaz de derribar a cinco hombres de una cornada. La señora Hayes lo vio acercarse pacíficamente a devorar su desayuno pero no sabía que el búfalo la estaba observando de reojo y estaba listo para ejecutar otro plan que no tenía nada que envidiarle a las toscas elaboraciones criminales de Florence. Tan solo esperó con la más inocente de sus miradas. Y cuando la señora Florence Hayes se abalanzó con el trapeador para empujarlo, el animal dio un paso a la derecha, la mujer chocó contra la baranda podrida y esta se rompió, no exactamente en mil pedazos, pero sí en dos oportunas mitades por donde cupo a la perfección el cuerpo de la asesina, que en el último momento el búfalo rescató de una mordida en el brazo.

  El búfalo arrastró a la ahora inconsciente señora Florence Hayes hasta la cocina y allí esperó el abrazo de gratitud de Thelonious. Se sentía satisfecho consigo mismo. Ahora todos le amarían y protegerían excepto la mujer, pero ella a su vez no podía delatarse: era el búfalo que había salvado a la Madre… estuvo ensimismándose en aquella fábula algo siniestra durante aproximadamente media hora. Pasado ese tiempo derribaron la puerta y alcanzó a ver el rostro contraído de Cleveland Hayes cuando le disparó; y casi al mismo tiempo sintió el búfalo la caricia de las manos de Thelonious.

  Desde ese día en lo adelante el muchacho se llamó Buffalo Bill. [1]

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[1] Esta narración fue grabada el 10-nov-1998 en el Nuyorican P. Café. Basada en la manga de un abrigo de pieles.

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