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LA GRAN FORMA

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Ammonite

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  El Ammonite presidía la ceremonia de las formas con su recia obscenidad de buey. Ha visto con sus ojos la India gigantesca que fluye del Ganges en desigual distancia y clava su boca en lo profundo de una catedral bizantina; viajar a la inversa de un culto, mirar su entraña, es encontrar parejamente los ángeles de rostro cortado por la ceniza y el paso lento de los invasores nómadas; ha tocado su pie lo último de las loas sepulcrales y ha cenado bastamente con los trovadores que mueren de hambre por los caminos de Francia. Sin embargo, el mundo y su circo de imágenes no parecen revelar todos sus secretos. Persigue a través de los siglos una soledad única, y solo encuentra el olor del tomillo y la salvia y las lilas que doblan su cuerpo al sol extraño del Poniente; solo encuentra dulces monasterios donde las palabras viven su plenitud sonora y en el regazo de las santas cualquier pluma le moja el rostro con una serenidad desconocida. Vuelve a remontar vuelo sobre la Alsacia y descubre el manto de jóvenes que venden su cuerpo, mojado por la reciedumbre de los vinos, y corren a ofrecerse hasta las orillas de Kiev -la religiosa ciudad de sables curvos para los infieles-, nido mongol que durmió por siglos los tributos a los Príncipes hasta las tumbas iguales de Dmitri Dolgoruki y Ruslán: quien sacia su hambre en el cuerpo de las vírgenes que reposan bajo el cauce del Dniéper. Abrir un sepulcro es siempre desatar el hambre del Fénix que sobrevuela los cuásares del universo, toda esta desgracia junta puede arremolinarse sobre la frente de nuestros hijos: nosotros continuaremos el saqueo de los cadáveres que las sombras roen. La tumba de Illá Murómets fue profanada durante el quinto amanecer de Mayo y ese día mi señor Oliver Cromwell encontró la muerte.

  El Ammonite debería figurar en nuestro escudo de armas. Ahora estoy ciego y dicto a la memoria hostil lo poco que he salvado de los libros y de este arrecife que hemos llamado Inglaterra, cuando en realidad éramos un amable pueblo de pastores que escondía en sus bosques más profundos la soledad infernal del celta, y ocultaba los Ritos, antes innombrables, y que al cabo de los años puedo ciertamente nombrar e instaurar de nuevo entre los dichosos que han leído en mi obra la clave de nuestro pasado y de nuestro porvenir. He perdido las palabras de mi Poema porque otra sombra vino y poseyó mi escritura las horas diarias que dediqué a inventarlo: el Ammonite fue soñado y a la vuelta del sueño estaba junto a mí, entre Catherin y yo, venido de una región extraña. Los ojos de Catherin evitaban mirarlo, pero yo sentía en mi oscuridad cuán vana era su resistencia si al final la muerte, más ágil, la rodeó con sus manos y poco a poco fui advirtiendo su lejanía y a pesar de amarla y protegerla la enterramos al mes siguiente, bajo una delgada cruz que la llovizna se encargó de lustrar mientras un rebaño pastaba silencioso al lado del cementerio; las ovejas pastaban la hierba en la que mi adorada Catherin retorna al mundo. Yo comencé a vivir una tristeza menor, una melodía que bajaba de mis ventanas y encarnaba en los robles haciéndose más oscura, hasta llegar a la noche del alma, a los túmulos del recuerdo y la siembra. Mi fe se ha debilitado, al menos en el sentido que me fue enseñado de la palabra. El Ammonite que apareció durante la noche está cargado de presagios que nadie sospecha y que solo yo puedo leer tras la miríada de signos que le brotan parejos de la piedra y del esqueleto milenario; existencia unida a la muerte, el Ammonite nos enseña un Rito que es el de la sucesiva encarnación de las formas, el de la trasmigración de las almas, desde Horacio a los Vedas, a las Upanishads, a la fáustica visión de la Égloga de la Maga, a los ciclos de nombres encarnados de un libro que presiento y desconozco llamado Popol Vuh, donde la abuela Ixmucané y el abuelo Ixpiyacoc aseguran con asombrosos descendientes una raza y un cosmos: todo me es revelado demasiado tarde, cuando alejado de las querellas de los hombres sueño, pues el ciego no distingue el despertar y le parece vivir por largas horas la catacumba luminosa del sueño.

  De pequeño solía bañarme en un lago que nada tenía de profundo o abismal, era más bien un lago modesto que recogía las aguas que descienden desde las montañas cuando llega la primavera, guardando así los olores y las historias de esa tierra que nunca me fue dado ver. Yo conocía oscuramente aquellos estremecimientos silenciosos que el agua traía, que eran a la vez todas las soledades de todos los inviernos de Britania y ora sentía el desembarco de las primeras legiones, ora el rumor de los encantamientos para preservar la magia, ora el esplendor de los vikings y el vómito rojo de sus dragones; sentía la majestad de Thor en el cándido aleteo de las libélulas, el lago contenía mi patria en una forma atroz y densa: pocos podían entrever lo que a mí se me daba en plenitud. Nadaba a través de las aguas del Tiempo, el lago era el enraizamiento de la Eternidad. Río circular donde los vastos ciclos de Artús me fueron revelados por un olor, donde la mano que lanzó a Excalibur al viento fue la misma que sostuvo el cáliz que José de Arimatea trajo de la brutal Palestina y era la misma que me brindaba ahora un anciano pastor, junto al vino tibio y el pan fresco de su talego. Las enumeraciones resultan demasiado tristes pues ya no estoy en aquel mágico lago que mi paciencia deforma; ahora me duelen tantos sucesos que resultaría excesivo dolerse por la caída de un cedro milenario en el Líbano, sin embargo, su caída puede augurar mi muerte. La unidad cuando se alcanza es tortuosa, pues aun así solo es un paso más en dirección a lo que se desconoce. Hay quienes han sentido la luminosidad de los milagros en el ver, en la asunción absoluta de una facultad que contiene  a las otras. Yo he percibido la certeza de las cosas en el latir. Las manos pueden palpar la ruta de una mirada pues los objetos resienten al inicio ser descubiertos y aparecen luego gracias a una especie de solipsismo donde solo es dable la verdad a aquel que les desdeña la forma y apura de un golpe sus resonancias. Todo objeto resuena, es un eco de Dios. Por eso la música es la única sustancia cuya potencia es su propia infinitud. Mi señor Cromwell, por ejemplo, olvidó encarnar en la música de esta nación y esa fue su ruina; sus mirmidones de acero avanzaron por los campos de Nashevy como una ola de bestias y ningún himno iba con ellos, al menos yo no lo sentí, y la victoria fue sobria, sin alardes de epopeya y todos se emborracharon. Nuestra verdadera música fue compuesta por Handel, en el Messiah. Nadie la recuerda como encarnación de la soledad entre las rocas de todo buen cristiano; nosotros no podemos concebir la Tebaida, el desierto, pensamos en el mar y las barcas, en el frío y las rocas, entonces la soledad y el vacío resultan esenciales a nuestro pueblo, así como la alegría de los granjeros y de los colonos. De todas formas yo cada día me alejo más del espíritu de mi nación y me aproximo a una oscuridad que lo supera. Cromwell también atisbó esa oscuridad que clama en el desierto, pues luego de la victoria de Nashevy, durante la gran borrachera de sus tropas vio un símbolo alzarse por el horizonte con la misma claridad que el que le fuera revelado a Constantino: una cruz gamada. Un negro pájaro sobrevoló su cabeza y gigantescas llamaradas se alzaron en dirección a Essex. Corrió, intentó reunir a sus hombres pero todos huían despavoridos al ver en las nubes una gigantesca flota, más vasta que la de Agamenón, que se dirigía al Este, al Canal de la Mancha y vomitaba hombres alados como raros hongos y filigranas de rayos diminutos ensombrecían la tierra. Todos lo olvidaron, la borrachera continuó más alta y feroz. La noche los dispersó en la desmemoria.

  Hemos de volver a la limpieza primordial, a la palabra leve como los ojos de los elfos cuando penetran el bosque hasta su íntima fronda. La ingravidez astuta del Verbo.

  El Ammonite duerme una calma voraz, magnética. Los signos que labran su espalda flotaron muchas veces en el lago pero yo no supe advertirlos: son los éthalund. Esta escritura es el reflejo del sol en el agua, el trazo de un lápiz en la mano de un idiota, los cristales de nieve, el acorde de un piano desafinado, el balbuceo de los recién nacidos, la palabrería de los opiómanos. Los éthalund son un idioma ambiguo, que recuerda al japonés por su condensación simbólica: también son las sílabas de Dios, el idioma de los ángeles; uno de sus signos puede describir la agonía de un anciano, otro, el suceder de una flor irrepetible, otro, el crepúsculo del 2 de marzo de 1648. Nos dan el tacto, el sonido, la forma, el color, es decir, la vida de cada objeto convocado. Solo Homero, Cristo y Dante conocieron este idioma antes que yo, animados por diversos propósitos. Homero lo descubrió en las figuras que trazaba la oscuridad de sus ojos ante cada palabra o ruido escuchado; Cristo, durante sus días de tentaciones en el desierto lo aprendió de los ángeles; Dante lo encontró en lo profundo de un pozo, en casa de Beatriz Portinari. Yo lo descubrí gracias al amor de Elisabeth Minshull.

  Elisabeth me hablaba de las cosas simples que había olvidado durante mis largos años de querellas políticas, al principio me enfadaba, luego comencé a buscarla por los rincones que mi báculo conocía mejor que mi memoria, y la encontraba o ella se dejaba encontrar a la vuelta de un corredor, detrás de una cortina, en una esquina guardando silencio pero yo siempre la descubría por su aleteo, por la risa de su cara joven que nunca he de ver, y entonces mis tristes manos la recorrían y dormíamos juntos la noche abisal; cierto día advertí que por sus palabras llegaba otra voz, al hilvanar los fragmentos surgía un idioma extraño. A la mañana siguiente llegué a entenderlo y desde entonces acecho cada palabra de Elisabeth, que se pueblan de una doble profundidad. Gracias a ella pude terminar Sansón y Juan Sobieski, rey de Polonia, entre cuyas líneas duermen los éthalund para articular el nombre de la Puerta de Dite, la óctuple ciudad infernal que Dante describió con imprudencia y cuya Puerta acecha -como los démones de Gennadio Gemisto- a la vuelta de los crepúsculos, en el temblor de los helechos, en los jardines húmedos, en los pueblos que mueren a la vera del camino. Olvidemos esto, perturbador e innecesario… Hoy en la mañana se completó mi angustia al descubrir que podía evocar con todos sus detalles la batalla que Alejandro Magno librara en Gaugamela siendo a la vez macedonio y mercenario griego, siendo a la vez yelmo y golpe de falanges; fui un rayo de sol en la punta de la espada de Hefestión y el vómito horrible en la garganta de un caballo.

  Ya basta, otra vez las palabras atentan. Debo reunir fuerzas para decir las últimas cosas.

  Estoy seguro que este es mi último día pues he podido recordar cada uno de mis años, más bien he podido recobrar del fondo de lo que soy su más alta y fina resonancia. Estoy listo para el sacrificio pues esta breve disquisición me llevó a confirmar lo que temía: yo he sido la Mano de Dios, solo que jamás pude advertirlo hasta leerlo ahora en el Ammonite, que veo diluirse para siempre en la voz de Elisabeth; abandono mi oficio y otro en lo profundo de los siglos me releva...

 

¿Es esto, ya, la muerte?

 

 Solo veo la mañana a través de mi ojo claro como una bestia, veo desfilar la procesión de los hombres que amo, ellos retornan a las formas de la hierba y el cálamo que en las tierras surge con su himno de feroces alegrías. Detente esta hora y esta noche conmigo y alcanzarás el origen de todos los poemas. Poseerás lo que es bueno de la tierra y el sol (quedan todavía millones de soles). El Puerto arroja una nave que tripula un capitán más viejo que la aurora. Detrás, el brumoso irlandés prepara su navío y hacia atrás y arriba, en la tiniebla, nuevos barcos son creados por aquella fuerza interminable. Ahora callo y veo la composición exacta de la muerte.

  Todas las cosas duermen en mí y puedo resucitar un mundo cuando quiera. La soledad no existe, es otro quien la sufre y a él voy con mi cosecha de mundos a la espalda y siembro tiernos espacios a la vera del camino por donde los otros transitarán con su agonía. No hay erudición ni gloria. Espero en las lindes inmensas, sobre los páramos que la siega reconforta, bajo las camisas de los pobres, junto a los glaciares donde los osos duermen la asfixia de la noche, en los desiertos que sostienen la sed de mi garganta y la profundidad magnética de los abismos. Los Otros, mis Mayores, pueden brotar de Paumanok en la mañana que se augura entre los riscos.

  Yo les espero y sostengo con mis brazos todos los nacimientos.

  ¡Saludo a todas las Naciones!

  Llamadme por vuestros nombres y apareceré ante ustedes bajo formas nuevas, al final una raza de extraordinarios salvajes nos secunda. ¿Qué ves, Walt Whitman?, clama la multitud embravecida. ¡Y yo solo veo el mar, luminoso como un gemido!

 

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