El cisne de Rubén
Había una vez un niño modernista. Era un tipo bucólico y modesto, que es lo mismo que decir alcohólico y afrancesado. El niño flotaba en la dulce superficie del Eufrates. Y veía pasar por su lado las tristes colinas de Babilonia. Exquisitas princesas de Oriente, sin mal aliento, lo coronaban de hálitos crepusculares. Apolo, Afrodita, Zeus, Mercurio, los faunos y los centauros ligeramente homosexuales se disputaban entre sí las graciosas voluptuosidades de sus muñecas. Todo era bello, muy bello. Era la Belleza. La Torre de Marfil se perfilaba en el horizonte inicuo. En la cabeza del niño, aunque no se le veía muy bien, las sílfides le enredaron tallos de olivo, laurel, y muchas rosas rojas risueñas.
Entonces lo vio. Se acercaba en medio de un aura de perfección.
Era el Cisne. El inmemorial cisne de Leda. Su cuerpo titilaba encima de las aguas.
Nadó hacia él, desesperadamente. El animal no intentó huir.
El niño pronto estuvo a su lado. Acarició el cuello inmortal y sinuoso, luego sus manitas transformaron la caricia en un apretón.
Estuvo fornicando hasta el amanecer.