Baroque
...todo viernes entierra a un
jueves, si bien se mira.
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JAMES JOYCE, Ulysses
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Había leído algo: Anatomismo vulgar o ciencia de la incertidumbre. No importa. Vano. Vago. Vagones infinitos que surcan la tierra, pues los museos no dejan de ser vastos cementerios transparentes. Andar. He andado por un número de calles aún no construidas o transitadas, por calles naciéndose, por calles que deambulan en la mentira y la esperanza de las cartografías. Hay veces en que nada ha sucedido, como una rueca. No importa si gira o se detiene, si es veloz parece iniciar un movimiento inverso y entonces no distingo eso confuso...temporalidad. El transcurso de los objetos, lo cambiante. Solo yo. Inmutable. No nato. Hombre que se muerde la sombra en la prisa del espectro que le sucede. Esquina Campoamor. Alto. Tráfico sereno de niñas asqueadas por la noche, temiendo al crepúsculo o al descenso de los ángeles y el mármol: a eso le llaman invierno. ¿Has probado la carne? Esquina Campoamor. Aquí el edificio neogótico que me espera con su alto recinto circular, escalonado. Buenas noches, dijo ayer el portero y hoy lo vuelve a decir sosteniendo su prótesis. Humedad, pasillos, agentes. ¿Me dice la hora? Nueve menos diez. Allí está el sargento Belgrano -nombre de prócer y cara pecosa, inglesa, colono torpe y llanero-. Otro más, comenta el oficial mientras nos aparta a la multitud.
Hace nueve días que aparecen cadáveres en el número 26, Quinta del Pariente. La ciudad los acoge como una buena nueva. Dan acción, colorido. Sin embargo durante la llovizna los paraguas son idénticos y alguien gime o alborota. Los niños persiguen las enaguas de las ancianas porque arrastran en el polvo otros curiosos objetos: cardos, semillas, papeletas de circo, moscas, polen. Al salir del hotel un cachorro que me sigue la sombra desvaría, tose. Se agacha y otro sujeto, un hombre encorvado por lo gigantesco, le cruza, le llama y el perro lo sigue y me abandona. Nueve cadáveres. Suena hermoso.
El primero de los asesinatos fue perfecto. Todos enceguecidos, ninguno listo a testificar y cuando llegué al hotel me pareció que un caracol enorme lo había recorrido dejando su limo en las palabras de los hombres. Los ojos, la lengua, las manos, resultan de una elocuencia atroz cuando se está entrenado para conocerlas; luego uno comienza a temerse. ¿Soy yo? ¿Este, el que me habla? La Independencia. Ayer me detuve ante el monumento sin saber qué me conducía a ese lugar. Crimen perfecto. Rastro de nada. La nada es tangible cuando se está a medio camino de la muerte. Todo es relevante, es absoluto, es nada. El inspector Ombross me llamó a las siete. La víctima leía sobre la cama. Es decir, acostado. Alguien le disparó a través del libro, es decir, desde la puerta y la bala..., ¿entiende? La habitación fue cerrada, luego, desde dentro. No había otra salida. Todos ciegos. Horrible, ¿no?
Ombross es un pésimo narrador. Aún así le entiendo. Afuera una hora, luego la certeza. Solo tenía que inundarme de la tenue luz que dejan los ausentes; pero nada es tan difícil como las cosas elementales, como seguir el rastro del hombre que aún no ha cruzado frente a nosotros. Sé que el golpeteo de mi corazón coincide con la triple caída del agua en la finca Antares, propiedad de Eugenio Saboya. ¿Cómo? No lo sé. Puedo notar esta maraña de caminos que varían doscientas veces por segundo y son las rutas posibles del niño Julián Casanova, en Mudéjar. Sé que nada desencadena nada porque todo sucede a la vez; solo que nuestra imposible quietud rompe el espejo del mundo en esferas que se agreden entre sí y narran la historia por la cual existimos. Vomité con intensidad de padre frustrado. Es inútil detenerse a pensar cómo llegaron a mí tales certezas. Nadie lo entendería porque todos lo conocen. Sabemos de la enfermedad solo cuando la sufrimos -decía Ombross, y por una ocasión demostró inteligencia.
Entonces pude comenzar eso que en toda novela policial llaman investigación, que en mi caso resultaba una tautología.
¿Por qué habían enceguecido? Durante nueve noches, nueve cadáveres y doce ciegos. El cachorro se había ido tras el hombre encorvado. Me fijé en él. Surcaba la acera...lento barco que va a anclarse en la soledad de los bares, en el limpio alcohol, en la ceniza que sirve para fumarla o regarla lleno de pasión y dolor por los cabellos. Recordé el único testimonio de los ciegos: bajo la lámpara del lobby, una mujer, la luz dándole sobre los ojos inútiles. Sus pasos eran suaves, pequeños. Lloró lágrimas que venían del blanco inútil y descendían imposibles hasta la blusa a rayas. Cálmese. Ahora digo: eran los pasos de un cachorro los que escuchaba la ciega.
El hombre, que se llama Isador, va hacia el cabaret Mauritania. Allí pedirá un café. Panecillos. El cachorro será casi atropellado a la altura de Piamonte y 54. Tengo tiempo así que decido sumergirme en la ciudad, caminar por su osamenta que son estos suburbios mal encajados. En los rostros de su gente ya empieza a labrar su escritura la noche, les enseña el lenguaje de los cuerpos por la escasez enfermiza de palabras. Sí. No. Mañana. ¿Cuánto? Sin embargo no tienen prisa. Camisas abiertas, tranquilas, inundan las calles y les nace esta música densa. Feroz. Va de guitarra en guitarra; cigarro a cigarro. Cántala. Dale. Dos tragos. Esta es buena. Entre más al norte aumentan las palabras en cada frase. Locuacidad de arpones. Habla de las hilanderas ametralladas. ¿Quién la entiende sino el geómetra de sus costumbres? Hijos de sí, hombres altos y oscuros nacidos hoy, que se hunden a mi paso, que se desvanecen a mis espaldas con manos de látigo. Si los recuerdo, están. Yo también he sido para ellos una aparición pues las beatas se persignaban ante mi insignia. Ahora nada soy. Entro en la Plaza. Ante mí La Independencia, este monumento que invita al asombro. ¿Qué hago aquí? Es tarde. El cabaret Mauritania queda tres cuadras abajo y siento el calor, la asfixia que sube desde el puerto. Un auto estuvo a punto de atropellar a ese cachorro.
Humo. El humo es también artificial, nada mágico. Bailarinas en lo de siempre. Hay en la mirada de las bailarinas una laboriosidad exótica: esfuerzan el erotismo de sus cejas pintarrajeadas, sus labios ocres, su pelo incrustado de diamantes falsos, el recosido uniforme que muestra como al descuido las carnes. Allí Isador. Cachorro al pie que lame el hilillo mugriento de la bebida. Isador no mira a las mujeres. Piensa. El espectáculo termina una hora después con un acorde tremebundo de la jazz band. Silencio. Los atriles plegados semejan arañas leyendo; los instrumentos solos, sin músicos, constituyen una anatomía diferente que se traga lo asombroso del cabaret. Isador se retira: yo comprendo que esta noche podría ser narrada en presente o pasado y nada sería relevante.
Cuando salí, Isador tomaba su averiado ómnibus con dibujos macilentos que retrasaban el humo y los signos veloces de un jazz interior, un jazz obsesivo que escucho apenas salgo del cabaret Mauritania. Take the A train. Dobla. Izquierda dos veces. Lo sigo. Señora que empuja como una madrépora. Niñas con rostros sepia –película antigua de niñas que dicen adiós y llueven-. Viejo anémona aquí, a la izquierda. Hora: 8 y 32. El viejo anémona caza las moscas en el rincón más apartado del ómnibus y las exprime en un chasquido que nadie escucha. Isador no me ha visto: niña sepia me saluda y la madre nos mira, imaginando un lecho todopoderoso de niñas vírgenes. Estamos frente al número 26, Quinta del Pariente. Isador desciende; yo detrás. El cachorro no me reconoce y ambos entran al lobby moribundo, con el botones de rostro almizclero. No había agentes. Imbécil Ombross. Siempre me he cuestionado la eficacia de los jefes. Hombre con poder es hombre ciego. Ellos –los que persigo- toman el elevador. Yo tomo las escaleras. Tengo tiempo. Sé que voy a llegar antes. Anatomismo vulgar. Su última página hablaba de nuestra tendencia a crear recuerdos inexistentes, a descubrir en las situaciones completamente desconocidas lo habitual. Así nada nos asombra. Esto ya pasó. Defensa...mecanismo...síndrome de Balsián. Si esto fuera reducido al absurdo...
La puerta de Elena Irkust es de roble macizo. Huele a gato persa. No sé. El roble y los gatos persas se unen en alguna fábula infantil que aún no recuerdo. Elena Irkust abre. Muestro la placa. Sé que ellos aún no llegan a la habitación. Adelante. Gracias. No está ciega, su blusa a rayas es impecable. Sus ojos nunca han sido inútiles y descubro una rara afición en palparme con sus ojos, en que sus ojos dúctiles y agazapados me recorran. ¿Qué día es hoy? –le pregunto, y ella contesta:- Jueves. Jueves 11.
Estoy en el primer día. Inexplicablemente me encuentro ante el primer homicidio y puedo jactarme de ser el último hombre que se miró en los ojos de Elena Irkust. Ahora llego al piso 14 con la certeza de haber imaginado ocho asesinatos de más para llegar a este. Isador es una forma líquida, ambigua, que cambia ante la puerta del número nueve; nada la sostiene, dudo que exista. Entonces comprendo que todas las variaciones posibles convergen aquí, como una mano tallada en la realidad del sueño. He llegado a tiempo para acostarme sobre la cama de esa habitación, y mientras el círculo del proyectil comience su movimiento a través de las páginas, habré leído las últimas líneas que me resultarán extrañamente familiares:
Al despertar, el detective se preguntó qué hacía frente el monumento de La Independencia.