Desierto
Por muchos años los tres hermanos habitaron su choza en Black Mountain. Allí el clima era más benigno. Aún no se llamaban Hermano Oso, ni Hermano Conejo, ni Hermano Zorro. Eran sencillamente Bret, Artie y Percival. Cultivaban doce acres heredados de su madre, que les proporcionaban lo necesario para vivir. Hablaban en monosílabos y por las tardes solían reunirse para mirar el sol poniente; entonces Artie rasgueaba su ukelele. Bret soplaba su armónica. Cuando llegaba el invierno se sentaban junto al fuego de la estufa y musitaban oscuros versículos bíblicos. El Antiguo Testamento era su lectura preferida. Les gustaba el sonido de las palabras por encima del fuego, hablándoles a algo indefinido que estaba al otro lado de las llamas o de la luz. Muchas veces guardaban silencio ante un pasaje determinado, les parecía escuchar la voz del último que había leído extendiéndose alrededor. El sentido mismo de las palabras desaparecía para dar lugar a otra experiencia: la iluminación. Sus elementales ideas eran despojadas de lo inmediato y lo cotidiano, alcanzando cierta especie de fulgor –vidrios que destellan en la cabeza, decía Bret-. Descubrían que eran un solo objeto frente al fuego, indistinto en sus formas o manifestaciones. Desaparecía el pensamiento. Desaparecía la cabaña. Desaparecían los montes y el desierto. Quedaba el cosmos sin Dios y ellos conociéndolo, tentándolo con la belicosidad de su presencia. Despertaban al día siguiente sin recordar absolutamente nada. Pero durante las primeras horas podían adivinarse el pensamiento, lo que se traducía en todo tipo de bromas grotescas.
El que primero los vio fue Percival.
Estaba recogiendo el ganado cerca de Black Mountain cuando escuchó un aullido. Las reses eran bultos negros que se fundían entre sí como lava silenciosa, y las cornamentas, los mugidos, el roce de los flancos y las costillas daban la impresión de un movimiento congelado. La respiración de los animales alrededor de Percival se hizo más pesada: se estaban quedando dormidos. Ninguno se tendió sobre la tierra, pues con esa fuerza desconocida que sostiene a los cuadrúpedos se durmieron de pie. Percival supo que alguien más estaba junto a él en la quebrada de Black Mountain y rezó porque sabía que no era un ángel.
Siete reses desaparecieron en el lugar donde Percival escuchaba la respiración del intruso: aire negro, batir de alas membranosas, silbido distante mientras se va disipando en el viento una presencia. Otra vez la noche apacible, la tranquilidad de los astros. Nada había pasado. Un sueño. Otra alucinación para contar cerca del fuego. Sin embargo al día siguiente encontró los cuernos y las pezuñas de las reses cerca de Minch River. No tenían olor ni sangre.
Cuando relató la historia a sus hermanos, estos se limitaron a buscar un leño más grande para cerrar la puerta y una provisión de hulla que les permitiría resistir el invierno sin salir de su cabaña. Nadie volvió a hablar del asunto hasta la llegada de Michael Winterness.
Lo harapiento y lo divino se unían en Michael Winterness. Este hombre llamó a su puerta en medio de la ventisca más imponente de aquel invierno. Como de costumbre, los hermanos leían junto al fuego y los asustaron los golpes en la puerta. Bret tuvo que abrir, aunque detrás de él sus hermanos empuñaban el hacha y el Winchester. El forastero se presentó; fue a sentarse junto al fuego. Su rostro permanecía oculto por el capuchón de su abrigo; solo sus manos agarrotadas y nudosas reposaban sobre sus rodillas, brindando una posible idea de la fisonomía de su dueño. Un cuervo, pensó Artie. Nevermore.
Cuando la escarcha de su abrigo y la nieve de sus botas formaron un charco a sus pies, el forastero solicitó algo de beber. Le trajeron cerveza caliente. Bendijo a sus anfitriones y procedió a narrarles su singular aventura.
-En los tiempos de mi abuelo, que en paz descanse, estas tierras aún eran de los indios. Los cherokees, los apaches, Dios sabe cuántos malditos demonios andaban por estos caminos. Ningún cristiano podía sentirse seguro. Los primeros en asentarse en estas montañas fueron los Hudson; eran una familia que venía de New Orleans para instalarse en California. Sus tierras las habían ganado en buena lid y nunca fueron violentos, no señor, ni con los indios ni con sus empleados. Ellos fueron los que construyeron la vieja iglesia de Hollow March y fundaron el banco de Casey City. Resultaba lógico que pronto llegase la riqueza; con la riqueza llegó el deseo de poder y la ambición. El viejo Hudson se fue volviendo un tipo miserable que ojalá los demonios martiricen todavía. Su veneno lo fue inoculando en su hijo menor, el joven Nathanael Hudson. Pues bien, al lado Norte de sus tierras comenzaban los prósperos terrenos de John Parker. Y John Parker era otro sujeto tan miserable como el viejo Hudson. Él fue el único que mantuvo trato con los indios desde su llegada; al año siguiente la menor de sus hijas –Priscilla Parker- ya se había fugado con el jefe apache Pájaro Sin Rostro. Algunos llegaron a insinuar que lo había hecho con el consentimiento de su padre. Yo no sé tanto como para desmentir aquellos rumores, pero lo cierto es que nunca el viejo Parker tuvo una mala cosecha. Ni siquiera en los meses de sequía su granja, bajo el sol calcinante, perdió su verdor. Suerte, pura suerte -decían las viejas del pueblo-. Yo no estaba tan seguro. Aquí, muchachos, nada es pura suerte. Todo tiene su precio y estoy convencido que el precio de tanta abundancia fue su propia hija. Dicen los que la llegaron a ver en las esporádicas visitas que hacía a su padre, que Priscilla solo se comunicaba en la lengua de los apaches y no permitía que nadie la tocase bajo ningún concepto.
Los años pasaron.
Las cosechas fueron prósperas en la tierra de John Parker, hasta que una invasión de langostas asoló la plantación de su vecino. El joven Nathanael fue el primero en sospechar que algo diabólico había en todo el asunto pues, ¿cómo es posible que aquella invasión de insectos se detuviese justo en el límite de la cerca de John Parker? Sobre los campos de su vecino ni siquiera fue encontrada una langosta.
Nathanael empezó a correr la voz de que los Parker tenían tratos con los brujos indios y tramaban una conspiración para arruinarlo a él y a su familia. Los rumores llegaron de boca en boca a oídos del mismísimo John Parker, quien preocupado por el futuro de sus negocios llamó a su yerno Pájaro Sin Rostro y le encargó que matase al joven Nathanael Hudson. Y los apaches prepararon su emboscada en los riscos de Stan Valley, justo en la ruta que debía tomar el joven para su regreso a Black Mountain.
Nadie supo lo sucedido esa noche. Lo cierto es que alguien o algo le arrancó el rostro a Pájaro Sin Rostro y los otros apaches desaparecieron de la región en el curso de una semana. Hubo un par de vecinos –el matrimonio Lymman- que juraron escuchar la voz de Nathanael amenazando a Pájaro Sin Rostro y luego la voz del joven se volvió ronca y se desgarró. Las palabras que dijo o rezó fueron ininteligibles, mientras por los riscos se escucharon las desesperadas voces de los indios.
Desde ese día jamás se volvió a ver a Nathanael Hudson: se dice que fue el primer domador de los gamusinos.
-¿Qué es un gamusino? –preguntó Bret, interrumpiendo la narración.-
Por toda respuesta el desvencijado Michael Winterness dejó caer su capucha. El lado izquierdo de su cráneo estaba completamente aplastado y una larga cicatriz le dividía en dos el brazo izquierdo.
-Nadie los ha visto. Algunos afortunados como yo han logrado acariciarlos y han sido a su vez acariciados exquisitamente.
Todos guardaron silencio y se ensimismaron en la contemplación del fuego. Más allá el invierno asolaba los desfiladeros y los abismos de Black Mountain.
Al día siguiente Michael Winterness les enseñó un fajo de billetes de a cien.
-Esto me pagaron en Nueva York por un pedazo de piel de gamusino. Si me ayudan a capturar alguno vivo tendremos mil veces esta cantidad.
Los hermanos miraron pensativos la aplastada mitad del señor Winterness; pero finalmente accedieron y el trato se cerró con un apretón de manos y una borrachera. Cuando los hermanos despertaron el viejo Michael le entregó a cada quien sendas tiras de papel mugriento donde había escrito poemas con su refinada letra.
-Para cazar al gamusino es necesario perder o enterrar nuestros viejos nombres. Deben encontrar nuevos nombres. Y regresar esta noche bajo otra piel. Y la respiración será distinta, el olor, diferente. Nadie los conocerá sobre la tierra o bajo ella. No tendrán testigos de sus metamorfosis. Su pasado no importa. Presente, pasado o futuro no tienen importancia cuando se siente la caricia del gamusino.
Los hermanos consideraron el discurso de Michael Winterness algo ridículo y subido de tono. Pero como eran personas simples y deseaban el dinero, tomaron cada uno sus papeles y se adentraron en los riscos.
Bret sintió el ardor de la nieve en los ojos. Llevaba más de tres horas sentado en lo alto de Southern Pike. El poema que le había correspondido le pareció extraño y falto de romanticismo –una palabra que usaban los hermanos indiscriminadamente y sin embargo le gustaba-. Allí, sentado en lo alto de Southern Pike, Bret se imaginaba a Michael Winterness hilvanando las palabras del poema en algún viejo motel fronterizo, o entre las malolientes cabañas de los indios. El poema decía:
En el ojo enorme de la montaña, dormido pero
bien abierto,
el oso es el destello de la pupila
lista para despertarse
y enfoca de inmediato.
El oso está juntando
el principio con el fin
con cola hecha de huesos de gente
mientras duerme.
El oso está cavando
mientras duerme,
escarba en la pared del Universo
con el fémur de un hombre.
El oso es un pozo
tan hondo que no brilla
y donde tus gritos
son digeridos.
El oso es un río
donde la gente se agacha para beber
y se ven a sí mismos muertos.
El oso duerme
en un reino de paredes
en una telaraña de ríos.
Es el barquero
que lleva al país de los muertos.
Su precio es todo.[1]
Se miró largamente sus anchos pectorales y estuvo seguro de su nombre. Y todo nombre es miserable por naturaleza. Pensó en esto, pero esa fue la última vez que pensó en algo. Su beatífico interior comenzó a desaparecer. Y el poema o la poesía o el diablo lo fueron hundiendo en el sueño de Jacob, y su respiración cambió y su olor fue diferente. Cuando despertó no se llamaba Bret. Tenía los ojos turbios y enrojecidos. Arrojó el papel y lo escupió. Luego Hermano Oso se encaminó a su perdida choza en Black Mountain.
Ese atardecer el viejo Winterness les regaló a los tres hermanos un indio. Tienen que practicar con algo –dijo entregándoles un arpón-. Iré a preparar la cena.
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[1] El poema El oso, pertenece en realidad a Ted Hughes.