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     Doppelgänger

(delirio del paciente Jacques Emille-Nouet, transcrito por su enfermero Jules de La Bretonne en el asilo de Pont Maran, la madrugada del 6 de Diciembre de 1915)    

       

I

  El otro se hundía bajo sus pies, repitiéndose en las ondas, vertebrándose en el sistema de los peces. Aprovechó los hombros fuertes del médico y escaló su figura ahora quizás demasiado asustada entre las algas y nenúfares acuáticos. Nadie lo encontró, excepto él mismo, siete años antes, leyendo a la par la Gesta Romanorum y Belphegor, ahora deshojado en la impresión casi líquida del miedo.

  El miedo se expande como el mármol abrazando cada trepadora –verdes, no olvidarlo, tan verdes que dan náuseas a las golondrinas- y entonces esos temblores se hacían gigantes: lo comprendió de golpe. Se estaba ahogando; sabía perfectamente que en el líquido aguardaba otra criatura dispuesta a retenerlo en el fondo. Respiró y así se fue dejando caer Luis de Baviera junto al cuerpo de su médico. Aleteó, fue un pez y decidió narrarse.

   La tela lo asfixiaba, la tela era azul, casi inmaterial. Después llegó el mayordomo con su voz de barítono castrado.

      - Así sonaba, te lo juro.

      - Es una imagen grotesca. La castración de un gigante siempre resulta un espectáculo atrayente. ¿No es cierto?

  Los testículos caían, como unas mazas, sobre el suelo. Gritó algo, pero nadie alcanzó a comprenderlo. El gigante se retorcía y nada más. Vomitaba, en tanto el coro de verdugos se había emplazado bajo los cadalsos inútiles a esa hora del día y el barítono tosió una vez más; las golondrinas descendieron gráciles y picotearon la materia regada por el viento.

      -Sé que nunca  volverá a mirarme a los ojos.

      -Eres pretencioso. Otro en su lugar te habría envenenado.

      -Inocente. Subamos al mirador.

  Fausine Lerroix y el joven príncipe comenzaron la ascensión. La escalera devolvía sus pasos, naciendo ecos en lo profundo y lo elevado de su estructura. Un hueso. Un hueso mondado hasta el límite, un hueso –pura osamenta, hueso muerto, grácil. Más definido en forma de torre cada vez volviéndose alta y afincada a las tierras.- El castillo estaba quebrado, se tenía la sensación de ascender sobre un cadáver naciente en los cadalsos que allá abajo, mucho más de lo habitual, anochecían junto al gigante.

  Luis acariciaba los ladrillos. Habría reconocido esos ladrillos en el lugar que estuviesen: en el séptimo a la izquierda, por ejemplo, su primo se lastimó una mano, en el otro, ese, el oscuro, habían encontrado años atrás una cueva con mirlos. Pájaros en una cueva.  Aunque tú, el castillo, los mirlos…nada semeja quebrar esta armonía. Ahora vas subiendo, acariciando cada piedra. Finalmente sales –salimos- y abajo se extiende el mundo. Luis, escucha, mis zapatos son del mismo color del suelo; me da la impresión que si doy un paso más levantaré todo el mirador.

      -Vamos, Lerroix. No se quede parado ahí.

      -Me duelen los ojos.

  Luis se acercó al muro, más allá se prolongaba el vacío, la garganta alpina de Pollat. Lerroix caminó creyendo levantar mosaicos y el viento se los fue tragando con una precisión matemática.

      -Una vez en ese lago –dijo Luis- ¿Lo ve?...el Damrás. Allí se ahogaron dos pastorcillos.

      -He escuchado la historia.

      -Acércate.

  El otro obedeció al rey. Junto al borde los dos. El viento les mezclaba los cabellos y el arquitecto Fausine Lerroix se cuestionaba haber dejado el maletín lleno de planos en su recámara. Luis tarareó: “eran dos hermanitos que pescaban en el profundo Damrás…”

  A Lerroix aquello le pareció una advertencia, a la vez que un juego. Iba a sonreír cuando el rey habló.

      -Usted sabe, Lerroix, que nunca he perdonado una traición.

​

II

  Hacia el año 1869 comenzaron los trabajos en el Schloss Neuchwastein, castillo erigido sobre un saliente rocoso en la garganta de Pollat bajo los cielos negros de los Alpes Bávaros. Gunstav Galen juraba en las aldeas del Norte francés haber descubierto los contornos de una gigantesca estructura, visible apenas con los últimos rayos del solsticio de invierno. Escribió en 1472 el “Cosmographiae Nigrum”´, un manuscrito insulso, nada interesante pero fácilmente transcribible.

“Había yo caminado durante doce jornadas por las frías tierras al Este de Habsburgo, ochenta jornadas antes de la peste negra, cuando las rutas fueron pobladas con cadáveres, sosteniéndose los pedazos o gimiendo trozos de alucinadas monodias. Luego de reponer las fuerzas en el monasterio de Ulm avancé temeroso por la ruta que un siglo atrás conducía a las antiguas tierras carolingias. Los Alpes estaban a mi izquierda, como rostros labrados y ciegos, aullando el mismo grito de los apestados ya desaparecido en la tibia oscuridad de sus gargantas. Recuerdo siete árboles; sus ramas habían roto el cielo en formas tan alígeras que me detuve a contemplarlas cuando una ventisca saltó el abismo de los altos índices de piedra, y descubrió la sombra de esto que he llamado Babel.”

“La sombra comenzó a desplazarse a través de los páramos. Pensé en un rápido ocaso, en ese día en el cual Behemoth señorea el mundo, llamado por los astrólogos eclipse. De rodillas, oré con fervor, mas al levantarme la tierra seguía en tinieblas. Alcé la vista y perdí la noción del tiempo, alucinado por la inmensidad.”

“Al bajar los ojos al diminuto sendero de los insectos habían transcurrido nueve horas y la noche era entre mi cuerpo y sus pilares un velo, sujeto por las estrellas devoradas: volaba por los cielos una torre obligada a nacer de sí misma, a construirse como un brusco tirón al sentido racional de las tierras. La roca, compuesta y erigida por órdenes paganas, por hechizos e inversiones de los rezos, fue un espejismo demasiado arquitectónico para pertenecer a lo humano, a eso entendido como antropometrismo que es una noción helénica y absurda del espacio.”

“Babel ha sido la figura de colosalidad; si acaso puedo pensar lejos de ella, cercenarla en un molde, diría que es más bien una palabra que una imagen, pues la imagen, la figura, es repetida en mí y aún de alguna rara forma estoy postrado frente a su infinitud. Creo que el precio a pagar por la contemplación de formas divinas es interpretar una y otra vez su figura en las formas del mundo conocido. El sol relumbraba enterrado en los aéreos pináculos y vi una bandada de cuervos morir en silencio contra sus muros. Las aves caían, lejanas, dejando un rastro de aleteos en las colinas de Basilea.”

(…)

“Con la distancia de los años puedo confesar que una vez fui preso en Basilea. En la cárcel del burgo hay escrita una estrofa latina, descuartizada por los orines que corren desde las celdas hasta los techos en una satánica inversión gravitacional. Aún recuerdo el olor, la escritura y la estruendosa llegada de Cagliostro.”

  Luis de Baviera conoció a Cagliostro, pero no al célebre hechicero, sino a uno salvado a toda prisa en Gante, oliente a sanatorio y rapé. Le hizo un espacio en su apretada corte a cambio de escucharle raras historias junto al fuego en su retiro de Madrás –como gustaba llamar al antiguo castillo de Berg-. Rey alejado de las castas alemanas, sabiéndose sin herederos, los días fueron para él en exceso semejantes, entrelazados, y a veces le parecía reconocer el ángulo exacto de las alas de un pájaro que un mes atrás le resultara nuevo y asombroso. Se le repetían las angustias y los rezos; luego los sabores y los sueños. Ya no dormía y recordaba su insomnio: sabía que al beber en esa botella gris, un zorzal iba a cantar durante dos minutos y pasado ese tiempo alguien osaría abrir sus puertas para anunciarle una visita. Sin embargo sus años de juventud iban cayendo en un agua turbia; no podía evocar los rostros de su amigo Fausine Lerroix o incluso los espigados mechones de Wagner, ahora ocupado en obras altisonantes para el teatro de Bayreuth. Bebió de la botella gris y le anunciaron la llegada de Cagliostro.

      -Trae vasijas con pergaminos –susurró el barítono castrado-

  Las puertas del castillo estaban desnudas pues los bajorrelieves habían sido arrancados por el fuego de las guerras. Cagliostro avanzó espoleando su asno y al rozar con una mano el umbral, reaparecieron, por breves segundos, las gestas de los barones germanos. Los guardianes, poco interesados en el forastero, tomaron sus alabardas para conducirlo a través de interiores laberínticos y desnudos.

“¿Quién eres?” iba a decir el viejo rey cuando recordó por entero la conversación que tendrían. Quedaron los dos en silencio, esperando por el otro. Las llamas crepitaban al fondo del cenáculo y Luis rompió de una en una las vasijas que el huésped había dejado sobre la mesa. Miró a las paredes y comprobó que sus recuerdos habían terminado y entonces cobró sentido el arco de los herrumbrosos péndulos, allí, chasqueando la nada, meciéndose en el afelpado olvido del salón: todo le era desconocido, azarosamente nuevo. Cagliostro habló, estirando uno de los pergaminos.

      -La sala es profunda; parece haber sido excavada en los mapas con el índice del arquitecto Fausine Lerroix; que tenía la costumbre del diseño sobre corvas de prostituta, modelando cúpulas en los senos vieneses y sacristías en húmedos interiores de doncellas venecianas, mordiéndolas, eructando en barro su muerte. He venido a leeros su Ave Inferno:

      -“Un saco de Lucífugos, redes nuda óptima dentro del yerro. Ajax carga la Propóntide y el castillo de Schloss se eleva, acaminándose, siéndose. Curiosa mujer esta, otoñal, y con obras de Gunstav Galen en las paredes.”

Cagliostro arqueó las cejas.

      -Por supuesto que este galimatías es imposible. Alcánceme la partitura de Belphegor.

  El presunto hechicero extendió sobre una amplia mesa ambas escrituras y sujetó con un extraño instrumento sus párpados: unas piezas de metales finos se le adhirieron al cráneo, imposibilitando que su cabeza fuese separada de la lectura.

-En un minuto me quedaré ciego. Más le vale escuchar.

  Unas altas campanas dieron las seis y del bosque exterior alzaron el vuelo los zorzales, entumecidos por la noche. Cagliostro leyó:

“La angularidad viene a ser una propensión de los espíritus a atraer situaciones desconcertantes. Permite a los hombres morir cuando les venga en gana, o ser eternos, o ser sombras, fantasmas, o un número.”

 “El cuarto de Melisenda estaba encaramado en la techumbre elíptica de la taberna. Desde allí se observaba en plenitud o en perversa intensidad los giros de la gente, llegándose a establecer un laberinto muy ordenado, como si adivinases la forma exacta en que caerá un ovillo. Podías pararte y sencillamente determinar en cuál esquina aparecerá un borracho, en cuál casa nacerá un bebé deforme y por cual arrabal el viejo rey cazará a las endemoniadas. Mientras, el libro nos aguarda, como todo en su orden preciso, sin jamás atreverse a extender una página. Vamos a él. Sentimos la unión de las coincidencias: Melisenda, Gunstav Galen, Babelsberg, taberna, ático, ventana. Anotamos en el libro cada una de ellas y abajo, a la derecha, cantan los borrachos una lied: a maullido y ronroneo Melisenda lame nuestra espalda, profética, pues había encontrado la angularidad.”

                                                             “Eran dos hermanitos

                                                              que pescaban en el profundo Damrás,

                                                             Eran solo dos niños

                                                             que ahora aúllan,

                                                             reclamando sus juguetes retorcidos.”

​

“Luego una carcajada que se hunde en los páramos de Melisenda, quebrada entre sus torres. La hemos derrumbado, conquistando su planta de cruz latina, lamiéndole atentamente las marcas y la soberbia.”             

  Cagliostro gritó y se arrancó el artefacto de los ojos y las finas membranas de metal cortaron  paralelas su frente. Las palabras se unieron a otros gritos, cada vez más espaciados, distantes de Luis, en otra noche reflejada entre sitiales imprecisos que bien podrían ser la garganta de Pollat o las ruinas del Schloss Neuchwastein.

​

III

​

  El aire llegaba frío desde lo insondable, pasándonos los cuerpos y al mirar al cielo nos parecía caer infinitamente. No había nubes, solo las primeras estrellas y Luis parecía resuelto a su destino de víctima propiciatoria. Estábamos envueltos en pieles y ya no se conocían rostros: en esa hora éramos una hueste de extraños. Luis era todo, ahora entre su castillo a medio hacer, danzaba. No puedo olvidar tu forma ligera, vertical, perdiéndose en los bloques izados y tanta piedra labrada y húmeda. Tu voz, que ahora es distante allí era curiosamente cálida; después el hechicero apareció guiando un rebaño de mulas. Lo vimos ascender por las trabajosas escalinatas montado en un animal obediente, ciego como los otros del rebaño. Abrió sus fardos y el suelo se llenó de oscuros trajes monásticos. Los trajes fueron dispuestos en una espiral barrida por el viento. “Venid”, nos dijo Cagliostro y tú ascendiste el primero hasta los límites del torreón. Abajo se recogían los pescadores del Damrás, temiendo la hora en la cual brotaban espectros de sus aguas. Tú volviste, empecinado en tararear los versos que he conocido desde siempre y solo por cortesía te he jurado miles de veces jamás haberlos escuchado; pero ahora la imagen de los niños licántropos había empezado a corroerme. Al fin callas junto al altar del sacrificio.

  Estás desnudo sobre la piedra y el cuchillo va a unirse con tus carnes para clavarlas al suelo, siendo uno sangre, nieve, tiempo y Luis que ya no es Luis y es un cuchillo viniéndome encima, entonces ruedo por las piedras, llorando, y te veo, maldito Lerroix riéndote de mí tras el abrigo. Ahora finges alivio. Me hablas y detienes la ira justa de Cagliostro: una de sus mulas invidentes es sacrificada en mi lugar.

  Esta noche Wagner estrena en el Teatro de Bayreuth “El anillo del Nibelungo”, esa obstinada tetralogía que financias sin saber por qué; o quizás por temor a conocer tus causas. Wagner la ha compuesto desde el final, justo como has entendido el mundo que te es dado ver, pues recuerdas con desprecio otra memoria que ni siquiera sabes si te pertenece y por eso vas a morir solo, Majestad. No creo en tu hechicero de bolsillo; todos los imbéciles tienen alguno aunque le llamen obispo, confesor o meretriz. ¿Y tú, Lerroix, me juzgas tras la gruesa piel que por demás es mía? Tu vida ha sido pertenecer en forma a otros. Si te arrancáramos del mundo serías un ser adiposo, babeante, un caracol desnudo al sol, una bestia que nadie teme ni conoce.

  No sé si eres tú, Luis, o yo, Lerroix, el que se acerca al hechicero. Quizás los dos. El hombre reza entre la sangre congelada y sus manos se agrietan de rojo y beben. Entonces, escuchamos: es “El oro del Rin”, la primera parte de la tetralogía. Los acordes vienen más allá del espacio, un espacio que es siempre un símbolo, un signo de terrenalidad, de distancia temerosa entre los objetos cuando hemos sido lo absoluto, fundiéndonos en construcciones absurdas que aprendimos a llamar realidad. No hay espacio, Luis, porque es todo el monte con sus gargantas y sus valles ocultos, es el castillo, somos tú y yo vibrando y siendo música. Los trajes comenzaron a incorporarse, vacíos.

  Vimos a los trajes labrar una construcción invisible sobre el castillo: en aislados grupos, espantando la geometría de las nubes, se fueron perdiendo cada vez más altos y concéntricos. Nos vi envejecer con el paso de las horas, sentí además el crecimiento diminuto de tus pelos; nos miraba a lo lejos, tan disperso y único como un océano poblado de gigantes y atrapado en una cereza. Ahora habíamos vuelto a ser todos y esto, supongo, era la eternidad. Resonaron en mí los últimos acordes de “El crepúsculo de los dioses”, última parte de la tetralogía, y ya nunca he vuelto a sentirme tan odiosamente pleno.

  Babel, según Cagliostro, había sido construida en una sola noche. Los trajes cayeron y ya no eran otra cosa que los mismos trajes vacíos. Luis alcanzó a compararlos con una bandada de cuervos y al irnos juraba haber descubierto a un peregrino harapiento, allá abajo, rezando contra los muros de la niebla.

      -Son visiones de otro mundo. –dijo Cagliostro y guió su rebaño. Las mulas tantearon el sendero, evocándolo a la inversa.-

​

IV

​

  El aula no era profunda. La arcilla y la cera –materias de lo dócil- el fuego y el hombre –materias de lo semejante- se apretaban, sudando. El Padre Domenico trae un libro polvoriento; es un libro capaz de arrastrar a Domenico, menor que Fausine Lerreux y más encapuchado.

  El esplendor de los ventanales caía en una geometría de alvéolo, besando la decadencia de las vírgenes románicas, ahora de cara al vacío, al refectorio silencioso pero lleno de pellizcos y volúmenes: se aprendía el latín tragándolo amargo, adicionándole enes a toda palabra, o las clásicas “um”, “om”, “em” y aprovechando el eco para devolverlas en un rostro de beatífico temor. El Padre Domenico extendió el índice sobre los niños.

      -Lea, señor Lerreux, deléitenos con la Cosmographia Nigrum.

  El niño se alzó un poco los faldones, mas la suerte quiso que las ropas se le enredasen en la silla y el estrépito fue sacrosanto. Entonces leyó, mientras por cada párrafo recibía un moretón distinto.

“El letrero en aquella cárcel de Basilea decía algo así como: “Jerusalem azimut Babel doppelganger Ur.” Constituía una de esas escrituras que hacen al hombre adicto a su repetición. Así que al llegar a la celda la escribí en una de las paredes: allí me habló el otro prisionero, casi al ritmo de los trazos. Su voz no tenía eco. No era fascinante pero tampoco común.”

“Mientras Cagliostro hablaba –este era el prisionero- no podía evitar la necesidad de traducir sus palabras a esquemas arquitectónicos y la pared comenzó a poblarse con unos signos alucinantes: así nació el castillo que años después me sería revelado en los montes alemanes.”

“Nunca he sido ingeniero, ni matemático, mis pobres conocimientos giraban en torno a unos treinta volúmenes docenas de veces releídos. Las manos no eran mías, o tal vez sí, pues oscuramente adivinaba cómo iban a moverse; hasta dónde llegaba esta línea, cuál era el período exacto de aquel número. No sentía el vértigo de las espirales, de las escaleras que iba armando, pero a la vez estaba de alguna forma transitándolas en esa rara unión entre el que inventa y el objeto que es transformado en cosas lejanas e incomprensibles. Hice un trazo largo lleno de series numéricas; luego vinieron los éthalund que eran símbolos absurdos y una estructura que llenó el resto de las paredes y consistía en una línea cortada por otras dos y éstas a su vez eran cortadas por otras, formando un garabato que solo interrumpí cuando Cagliostro se detuvo. En  un instante el sentido de los planos y un escalofrío me caló la espalda y las manos. Los signos estaban frente a mí; se habían unido con aquella lejana visión en los Alpes Bávaros y las cosas tomaron un sentido numérico. El mundo se me hizo extraordinariamente armonioso. Me arrodillé frente al muro y lloré, no por mí, sino por aquella inesperada revelación del Misterio. Lloré por los hombres queriendo conocer estos dibujos en la celda, buscándolos en otras escrituras, en otras latitudes, en otras soledades.”

“Al levantarme Cagliostro me aguardaba en las esquinas. Comencé a invocar las palabras que recordaba haber dibujado creyéndome a salvo en aquel elemental exorcismo. Hice la señal de la cruz y solo conseguí recordar las palabras del hechicero:

-Jerusalem azimut Babel indica un sentido de superioridad evidente. Pero no moral o religiosa, sino estratégica. Babel fue un primer intento de palimpsesto: si éramos capaces de edificar algo tan colosal, éramos realmente más poderosos que Dios. Fracasó porque las estructuras divinas son puramente lógicas y rechazan lo evidente. Dios, dioses, lo que se prefiera, están cargados de anatomías, pero de meta anatomías, más allá de las formaciones materiales. Por oposición: están compuestas, tienen leyes, equilibrios que velar. Jerusalem fue entonces el reducto más alucinante pues viajó en los sentidos del espíritu que son ajenos a lo físico y a lo racional. Fingió “entender a Dios” por lo cual Dios les mostró las explicaciones, reveló en su Arquitectura lo milagroso, lo que llaman sobrenatural.”

  Babel fue el palimpsesto del hombre, al fin y al cabo una criatura en nada semejante a Dios. Pero sucedió algo que podríamos llamar “inspiración intermedia”: Ur. ¿Has oído hablar de Turquía? Es una planicie total en la meseta de Anatolia. La vieja ciudad estuvo allí y en ella vieron la luz los Primeros Talismanes que atraían la angularidad, algo que en filosofía llamamos inmanencia. La sustancia, la esencia, abandona al cuerpo que deambula a su suerte y esto es “doppelganger”. En estos siglos se repiten los conjuros en Jerusalem. Es necesario otra sede, otro espacio: el Schloss Neuchwastein.”

“Me llamaron a grandes voces y pronto estuve libre. Se había cumplido mi condena. La ciudad se desperezaba llevando un fúnebre cortejo que luego supe era el del mismísimo Luis II de Baviera, ahogado en el Damrás. No sé por qué me asombró el nombre o la circunstancia; una brizna de algo me cruzaba por los ojos y casi podría jurar que estas nunca fueron las calles de Basilea. Con el tiempo han llegado a mí fragmentos del muro, que he reconstruido en secreto. Ahora existe un plano, entendible solo por unos cuantos hombres que guarda en sus variables números una ciudad eterna, inamovible. En la última figura de los planos –allí donde comenzaba el cruzamiento- creo yace el sepulcro de Dios.”

“Aún rezo. No he perdido la costumbre. Sin embargo en mis palabras aparece esa brizna inquietante como el agua detenida de las ciénagas; y prefiero tantear los objetos, sentir lo invisible, los sabores, los placeres mínimos y fugaces. He comenzado a enceguecer.”

  El niño cerró el libro, pidió perdón y el último golpe se apagó en sus nalgas.

      -¡Qué desperdicio! –dijo el abate Vitenberg y se retiró rumoreando los “Bestiarios”, a la par que olvidaba la expresión hermética de Gunstav Galen mientras leía el “Ave Inferno” del arquitecto Fausine Lerroix.-

  A la vuelta del jardín y las campánulas –esas flores satánicas- al abate Vitenberg se le confundieron los textos y encontró la efigie del antiguo Behemut; idéntica al precoz muchacho. Corrió a dar los avisos y sus huesos se retorcieron arrojándolo contra las flores, agonizada su piedad en el olor a bálsamos y fiestas de santos.

  El niño se había detenido frente a los nichos interminables de la Catedral. Contaba extasiado las nuevas resquebrajaduras en las gárgolas saliéndoles la vejez por cada lóbulo, por las pupilas, tras la glacial envergadura de sus alas. Respiraba el aroma del mármol en Gante, cargado de matices y de bosques. Aquella piedra negra venía viajando desde los Urales para reposar bajo las vestiduras o fundirse en ellas atando un poco de sosiego a las plazas y al Auto de Fe; tan raro en esa época del año. Miró a la techumbre gótica y se le vinieron encima los arbotantes, los intangibles pináculos como uñas de vírgenes y fue atado en cruz a la humedad de los pisos y cruzaron, casi rozándolo, los San Benitos con sus capuchas altas pareciendo altares o pirámides: Cagliostro avanzaba entre ellos revelado por su estatura; por el caminar de labriego. Esa tarde quemaron doce hombres frente a la Catedral. Una lluvia extraña merodeó los canales y los judíos, escasos, quemaron incienso en la sinagoga. Gunstav Galen comenzó a escribir el “Cosmographia Nigrum” en tanto cuatro siglos después hacía lo mismo, bajo otras escrituras o apariencias, el arquitecto Fausine Lerroix llamándolo “Ave Infernus”.

  Ambos libros fueron traídos a Berg en la caravana de Cagliostro. En el año 1887 eran leídos por Luis de Baviera y el hechicero, amparados en el arco herrumbroso de los relojes y en el crepitar del fuego muerto. Luis comenzó a enceguecer y guió a Cagliostro a través de los pasillos laberínticos hasta dejarle junto a su caravana y el otro, definitivamente ciego, besó la frente del soberano; arreó los animales, descendiendo ligero a las llanuras y torció su ruta como quien va hacia Basilea hasta perderse en el horizonte.

  Luego el antiguo demonio Behemut se adentró en los abismos tirando de sus mulas ya muertas y el grito quedó atrás, recordado a veces en las canciones.

 

​

II

​

  ¿Por qué hablamos en plural? –se dijo Fausine Lerroix y se horrorizó por el matiz plural de su pregunta-. Al lado dormía Melisenda, la misma de las danzas y los juegos y la plaza llena con tipos rústicos y hermosos. Ella cantando a los santos patronos con una irreverencia, Lerroix al lado, cabeza gacha aguantando la risa mientras el padre santificaba las hostias. La fiesta era ningún lugar y era todos y era tullidos besándose en cuadros grotescos y él ascendiendo con su cuerpo de gata blanca, lamiendo sus ronroneos, las ganas de respirar; mujer extendida en los sentidos del reptil. Después un rasgo sólido en la cama. Él, cercano al ático, al ventanal abierto bajo la techumbre de la taberna. Babelsberg. Habíamos anotado los datos en nuestro libro. ¿Para qué lo hicimos? ¿Por qué hablamos como si fuésemos dos ahí dentro? Apenas precisaba su rostro en el cristal de la ventana. ¿Por qué lee a Gunstav Galen? Le miramos la espalda, el pelo serenísimo. Es bella, como si estuviese más allá del mundo o confiada en lo infalible de algo anterior a las palabras.

  Han pasado dos horas. Sentimos bajo la lengua una quietud extraña: son las nueve de la noche y hoy hemos terminado de escribir el “Ave Inferno”. Nos acercamos a la ventana para comprobar los efectos de esto que he llamado angularidad y Melisenda aún está dormida, nuestro índice recorre su espalda, la sombra ondulante de sus vértebras antes de llegar al alféizar y volver a sentir el laberinto ordenado.

  El árbol más allá es una resquebrajadura en el espacio. Sus ramas cuarteaban el cielo, la noche, hincándose en otro edificio cuyas paredes eran cada vez más entendibles y narraban sus historias a mis oídos. Entonces vi a Su Majestad como si el cuarto fuese doble y al otro lado de la ventana Su Majestad montando como animales o tullidos a una mujer dormida que es Melisenda, ya despierta sobre Luis, ya galopando con toda su carne vuelta un mármol ligero y hambriento y abajo continuaba un carnaval de mudos o de hormigas, saltando los rostros, mascarada sin término y yo –los dos que me habitan- fuera, sacados de golpe a otras latitudes. Solos, cardinalmente solos como al inicio. Me aparto del alféizar pues la visión se extinguió junto a la música del carnaval.

  Recobré el aliento. Melisenda aún duerme. He conocido sus recónditos secretos, su lento envejecimiento, el avance de las arrugas, de los lunares y las canas. Pronto la imaginé decrépita, pero aún la amaba como aman los perros al hombre que los golpea y en ese instante una certidumbre que era el agua bajo mi lengua, que era una forma segura de inundarme llegó a mí: la primera vez que me asomé a la ventana, o sea, todo lo narrado en mi libro no es más que una falacia. Creo que en esa ocasión tuve las mismas visiones que ahora; solo deseé olvidarlas y la angularidad lo hizo por mí. Cuántas veces habré caminado de la ventana a Melisenda y al libro. Cuántas veces habré escrito el “Ave Inferno” contando unos segundos que apoyan sus cuerpos en la eternidad y advierto que pronto el cauce de esta habitación, su cordura de formas se irá perdiendo al asomarme nuevamente a la ventana para olvidar el “ahora”, que es en verdad silencioso pues descubre la imagen de una mujer ahorcada sobre el lecho.

​

I

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   La tela lo asfixiaba y sabía que todo era un sueño absurdo y caliente, pegado a la luz, sin dejarle ver más allá de aquel mundo-voluta, mundo-azul, pedazos de un rumor superior estremeciéndolo. Nadaba. Sentía la transformación última de sus poros en escamas y bajo la garganta se abrieron líneas sajadas en la carne, agallas tristes sabiendo su inutilidad en esa hora de la asfixia. No podía llorar. Entonces recordó su cuchillo extendido, frío bajo la almohada y lo clavó en el agresor. El otro no dijo nada; se fue alejando en un azul menos fuerte y las agallas comenzaron a borrarse como si nunca hubiesen estado en el cuello del pijama. Se levantó. En el suelo estaba su mayordomo –aquel llamado a veces “barítono”- . El cuerpo había comenzado a enrojecer los pisos cuando Luis llamó a los guardias y encerró al herido en una de sus sesenta y cuatro habitaciones.

  Háganlo hablar. –escuché en el tumulto.- Quise decir algo pero me golpearon como el golpe en el hombro del señor Lerroix, tres días antes, pero junto a un olor extraño, de esos perfumes que él se unta oliendo a meretriz. Los vasos estaban cerca y bebimos Dios sabe cuánto. Hablamos. Hace años que no podía hablar con alguien.

  Con el oro el viejo se fue ablandando. Primero desconfié de su estatura, pero al rato sabía que estaba hecho con una materia dúctil.

  Lerroix no es un hombre fácil. ¡Tanto dinero!...pero Su Majestad es casi Dios, es algo diabólico matar a un rey.

  Este vejestorio huesudo y empinado pasará a la historia, no lo sabe. Esa raza del valle y montones de heno en primavera nunca sabe.

  Soy un hombre simple. Canto a veces.

  Dime entonces: ¿Quién te encargó el trabajo?

  Siempre he deseado una casa para Madre en los campos de por aquí… podríamos estirar las piernas algunos años, labrar la tierra sin apuros.

  Olvidarlo todo.

  Tu castigo será leve.

  De acuerdo, asfíxialo mientras duerme.

  A veces veo a Madre en la casa, alta como todos los Dunken, con las manos llenas de cerezas y trato de llamarla pero en la voz me salen otros nombres.

  Despierto y la sombra de los cadalsos indica que está cercano el mediodía. Me han amarrado. Cuelgo en silencio y los brazos ya no son míos, el hormigueo que los recorría hace un rato se ha ido perdiendo. Comienzan a ennegrecer. Los verdugos comen sus frutas al amparo del sol. Uno se acerca. Algo le brilla en las manos y la tijera de castrar parece que nos corta a los dos: los gritos del barítono se confunden en un alarido de odio, de fracaso. Miro a Luis. De seguro ya debe saberlo todo y espera la típica inocencia del becerro ante su matador.

      -¿Recuerdas al abate Vitenberg? Dicen que tenía un órgano en su parroquia con algunos fuelles rotos…cuando lo torturábamos –señaló al barítono- le nació un gemido tan auténtico que juraría era el re menor del órgano.

      - Haces raras asociaciones.

      - Así sonaba, te lo juro.

  Miré un grupo de ávidas golondrinas que descendía, pelándose desde el aire por el festín.

      -Es una imagen grotesca. La castración de un gigante siempre resulta un espectáculo atrayente. ¿No es cierto?

  Y ascendimos a las torres inconclusas del Schloss Neushwastein.

  Luis vio caer a Fausine Lerroix, rodeado de pájaros, y le pareció armoniosa la muerte de su amigo; la tierra resguardó sus huesos durante largos años hasta que manos piadosas plantaron allí una cruz, llena de incomprensibles signos entre los que destacaba la urdimbre de los éthalund –aquellas estructuras que descubriera el arquitecto mientras era prisionero en Basilea-

  El rey se apoderó de los planos, viejos y confusos, que encontrara en la recámara de Lerroix y llamó a sus sirvientes; les ordenó prender fuego al habitáculo. Aquella tarde partió hacia Babelsberg. Buscaba encontrar allí la ventana frente a la cual se podía olvidar el tiempo, sentir la angularidad de los mundos conocidos y por esto había encomendado a sus fieles que pese a sus futuras órdenes el Schloss Neuchwastein nunca debería ser terminado y en verdad sería solo una ruina admirable, una ruina donde reposase la mejor época que le fue dado ver: una época de hombres enfermos y búsquedas absurdas, una hora incierta, donde creyó adivinar la inmortalidad de la música y la piedra.

​

V

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  Luis de Baviera regresó y el gran portón fue cerrado con estrépito. Entonces escuchó un grito sobrehumano que cruzaba los valles antes de llegar a la entrada de Habsburgo.”Un demonio” –y el capitán de la guardia se persignó-

  Pronto el rey estuvo solo. Sintió el peso de los muertos, que es más terrible que el de los años y envejeció mucho en apenas una hora. Ya ciego, tanteaba los volúmenes en la oscuridad buscando escribir un libro donde pretendía evadir la muerte y al azar encontró las Noches Áticas y una partitura apenas descifrable: Así habló Zaratustra de Ricardo Strauss. Al terminar el cruzamiento de sus letras y cuando la invisible estructura de los éthalund terminó su urdimbre entre ambos volúmenes, habían transcurrido cuatro años exactos. El rey salió a pasear en compañía de su médico y los pies fueron hundiéndose en la mortaja fina y silenciosa del Damrás.

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20 de Abril. 1989. Munich.

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