El mito
El animal había hendido el agua por enésima vez como una flecha lanzada por Dios. Su frente no era aguda, ni semejante al pez espada; la gallardía nunca estuvo entre sus atributos conocidos y rememorados más de una vez en las tabernas de Punta Umbría donde fui reclutado, según me dijeron, para ser integrante de la tripulación más fiera que hubiese surcado estos mares. El Bósforo destelló en nuestros ojos sedientos; vimos el mar de Moisés, los peces gigantes del Helesponto, al Kraken inmortal, a los hombres con membranas brotándoles de las espaldas allá en Hibernia o en Tule. Nunca creí que tales prodigios aún sucedieran; pero hace un mes nos fue revelada la misión que nos había hecho circunnavegar el mundo casi dos veces: buscábamos la certeza de la Mano de Dios. Nuestro capitán, un hombre tuberculoso y profético nombrado Acheron Hablin, se había propuesto capturar a Leviatán, la criatura bíblica que jugaba en los mares de la Creación.
Horrorizados comprendimos por qué en la sentina y cruzando la línea de flotación había unos gigantescos hierros afilados. Eran arpones. El barco sería su propulsor. También comprendimos que al avistar a la criatura y hacer fuego nos iríamos a pique, pues el agua entraría tormentosa por los agujeros en la cala. Obsesivamente todos rezaron. Yo no. Dudaba de tal engendro; incluso de mis evocaciones bíblicas sacaba en claro que esta abominación pertenece a los Libros de Esdras, que relata un espacio o época ajenos a este renovador siglo dieciocho.
El monstruo fue divisado a la altura de las Azores. Y hubo lucha, hambre, tempestad. El capitán disparó justo al lomo de la bestia que nos arrastró consigo durante semanas, hasta que un día se perdió en algún lugar de la Micronesia. La zambullida fue tan veloz que el barco estuvo a punto de ser lanzado junto al negro torbellino que dejaba su aleta caudal, y una urbe de tiburones muertos ascendió rompiendo el azul con sus putrefacciones. Al amanecer navegábamos sobre un agua turbia llena de formas chapoteantes. Reparamos el barco en silencio y Acheron Hablin leía viejas cartas de navegación deseoso que le indicasen el nombre de aquel lugar de aguas quietas, insidiosas.
Al tercer día de calma hubo un motín. Tuvimos que arrojar al agua a los revoltosos y los vimos morir en un raro ardor, en una llama líquida que les sesgó las manos y los ojos, recordando la eficacia de los ácidos. El barco, ciertamente, hacía agua. Cada día la obra muerta era tragada por las oscuras formas del agua.
El segundo motín fue absoluto y veloz: colgamos al capitán Acheron Hablin. Pero cuando el marinero halaba la soga y el nudo corredizo rompía las carnes del hombre, miramos al cielo por vez primera en treinta días. En lo alto vimos el mar y el vientre de un navío que lo surcaba bajo la transparente calma del mediodía. Entonces recé, antes que el gigantesco arpón de los otros llegara al centro de Leviatán, antes que en el lomo del monstruo fuese asfixiado y luego convertido en mito el capitán Acheron Hablin, que la brevedad transforma en Ahab, y a nosotros nos pierden el sentido múltiple de los hombres, de la leyenda, y somos luego una entidad inseparable y cruel: Moby Dick.