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Hellen Keller

  Lo que más me preocupa son las ondulaciones, los huecos y la resistencia; la penetración de las cosas. Ahora estoy observando -como una recién nacida- a esta polilla que se golpea rítmicamente contra la lámpara de la habitación. Indiferente al mundo, la polilla persiste en golpearse y va creando su propio escondite para la resistencia. Las alas hace tiempo que desaparecieron en su pensamiento, las alas –como los brazos y las piernas- son una ilusión. Ahora tú podrías decirme como el Nazareno al hijo de la viuda: levántate y anda. Yo te iba a sonreír y te mandaría al diablo. Luego haríamos el amor durante el tiempo que demora la polilla en entrar a la eternidad, haciéndose un arquetipo de lo inútil. Cierta vez leí un libro que se titulaba La inferioridad mental de la mujer. Su lectura fue apasionante, sobre todo porque soy mujer y porque coincido plenamente con Moebius, el autor sociópata. Las mujeres somos inferiores mentalmente, en ese sentido puramente racional, de logos. El logos es fecundante, una especie de esperma divina. Logos spermatikós. Y eso está bien. Y la tradición griega –según el Discovery Channel- nos enseñó que Zeus es lluvia de oro que cae sobre la tierra, es el toro que rapta y penetra a cualquier mujer en su agradable zoofilia olímpica, es el relámpago que carboniza y aquella especie de James Bond en bata de casa que condenó a Prometeo. Sin embargo nunca pude entender a los griegos. Al único griego que entendí fue a Ray Pitukas, contrabajista de jazz.

  Él fue el primer gran amor de mi vida: Acheron Hablin fue el segundo. Pero hay que estudiar la sucesión de estos amores y fidelidades para entender mi lamentable estado.

  El 4 de abril de 1957 andaba con mi silla de ruedas por East Point cuando el chevrolet de Ray Pitukas casi me atropella. El hombre salió enfurecido como mil demonios pero al ver que era inválida y muy atractiva, decidió pedir disculpas y llevarme a tomar una copa. El sitio elegido fue el Guy Pierce Tabern, un club nocturno con aire acondicionado. La temperatura era de -20 grados. Le dije que estábamos en Vladivostok y no entendió el chiste, que de cualquier modo era pésimo. Me dijo que él trabajaba allí tocando el bajo en el cuarteto de jazz y yo no le creí. Ten paciencia y verás, me contestó y se dirigió a los camerinos. Momentos después se encendía la luz del escenario y aparecieron el cuarteto interpretando One Sweet Celebration y una pandilla de travestis que había asaltado el show: entonces comprendí que el sitio se llamaba The Gay Pierce Tabern, pero era demasiado tarde. No soy homófona, pero una drag queen de sesenta años que canta One Sweet Celebration es algo demasiado fuerte. Y a Ray Pitukas aquel ambiente le agradaba. Es como estar en casa –decía- y yo me preguntaba cómo diablos sería su casa. Imaginé al abuelo que se disfrazaba de Rita Hayworth y a su abuela que se vestía de James Stuart; ambos cargaban a la niña-niño Ray Pitukas y le probaban vestidos talares y ramos de olivo mientras el Animal daba cuerda a varios fonógrafos en el peor de los gustos modernistas. La madre comía rosas y el padre sacaba cocodrilos del pozo, los cuales iba regando sobre las plantas que crecían robustas y pensativas como la paloma de Noé. Estas cosas me iba diciendo, ensimismada, cuando me encontré frente a la puerta de mi apartamento la cual empujé pues no tiene cerradura y no me extraña que cualquier día Buffalo Bill, el vecino de los altos, decida venir a espiar en mis cosas. Es un tipo despreciable y sucio. Proyecta su suciedad como un ventilador. Todo lo que toca es manchado por sus grandes dientes amarillos de mascar tabaco y las manchas de sudor debajo de los brazos. A veces pienso que la única imagen posible del infierno es hacer el amor con Buffalo Bill.

  Ahora que he hablado del infierno, debo contarles una película que vió Ray Pitukas en el cine, hace ya más de veinte años. Se titulaba Monsieur Lavellac.

  El viejo cine Kensington es el último vestigio de un modelo de cine en peligro de extinción. Las grandes salas han hecho desaparecer los cines de barrio, pero el Kensington, ubicado orgullosamente en el barrio de East Point ha permanecido intocable y es financiado por el millonario filántropo Sir James Cracker-Fishbourne. Este lord inglés compró el cine y lo mantiene desde la lejana Devonshire y lo surte con las más extrañas películas y los más variados programas. Por la mañana usted puede ver una película de Murnau y por la tarde otra de Abel Gance y por la noche Erogami no onryo de Yasujiro Ozu. Y ese es mi cineasta favorito. Las películas están en japonés y por eso no las entiendo, aunque me parece que si hablara japonés iba a seguir sin entenderlas. Eso es lo maravilloso de Yasujiro.

   Pero les estaba hablando de la película que vio Ray Pitukas, llamada Monsieur Lavellac.

  La película narra la historia del agente francés Auguste Lavellac que para recuperar cierta fórmula robada a su nación a finales de la Primera Guerra Mundial, debe infiltrarse en una isla donde todos sus habitantes son narcómanos, y es la tradición del lugar inyectarles varias dosis de morfina a todos los visitantes con el fin de volverlos adictos y así entorpecerles el raciocinio y las habilidades físicas. El agente Lavellac se ve obligado a discernir en medio de las alucinaciones el posible escondite de la fórmula o de su poseedor. Una hora después del tratamiento con la morfina, Lavellac es inducido a consumir opio y hachís. Entonces despierta en un acto del Partido Comunista en Moscú, donde cada militante sostiene un globo con forma de cerdo: el globo ideoestático de Ferlinghetti. Desde la tribuna se anuncia que la voz del Número Uno será escuchada a través del nuevo sistema de altavoces y Lavellac es el encargado de la consola que activará la grabación con la voz de Lenin y decide sabotear el acto bajando las frecuencias hasta su mínimo nivel y sobre la Plaza Roja estalla la canción de cuna para los cerdos. La nana roja adormece a los militantes; los globos ideoestáticos se elevan indetenibles. Lavellac escapa con su amiga de la infancia Enmanuelle Pontiac. Cruzan a nado el Volga y se adentran en un bosque de alcanfor. Todo huele al armario de nuestros abuelos. Dice el griego que en este punto llegó a sentir el olor de los abrigos recién lavados, exhalaban la respiración del oso que fueron. Lavellac pierde el rastro de su amiga Enmanuelle y encuentra a Piel de Oso, su antiguo peluche artillado con una pistola automática. Avanzan a través del bosque -el armario con émbolos- y descubren que están en medio del ensayo de una ópera carnaval. Están en el Massey Hall, lleno de agua hasta la mitad y la arena de la playa comienza justo en la tercera fila; pueden ver dos narvales haciendo el amor mientras los filos de sus cabezas se acarician con melancolía de religiosas. Pero los narvales los miraron con el rostro del Buda, y fueron acercándose a rastras y miraron fijamente a Piel de Oso que estaba visiblemente asustado; después este se arrojó al piso. Abrió la boca quedándose como una estera frente a la estufa. Los narvales se detuvieron frente a Piel de Oso; lo estuvieron observando por otros veinte segundos. Luego le cortaron la cabeza y la empotraron en la pared. Entonces Lavellac avanzaba a gatas por el techo. Se dijo: es el infierno. Pero solo había otro viejo que avanzaba a gatas delante de él. Un hombre sosteniendo su horquilla favorita los miraba desde el suelo y el techo se iba poniendo húmedo, como si estuvieran en un subterráneo. El hombre de la horquilla se aproximó al viejo y le encajó en la mano derecha el filo de su instrumento. El viejo ni chistó. Solo miró con tristeza el dedo que le fuera arrancado. Era el pulgar. El hombre del suelo comenzó a chuparlo y luego a pasárselo por los dientes. Lavellac llegó a otra habitación con un nicho, por donde brotaba la cabeza de una mujer parecida a su madre, con artefactos de hierro que le mantenían la boca abierta y por su boca entraba una caravana de gusanos. Disciplinadamente los gusanos se internaban en el cerebro de la mujer conservando su triste belicosidad o su agradable resignación. Al menos es un lugar cálido, pensaban. En otro nicho dos torsos con la cabeza hundida en el pecho sufrían espasmos y contorsiones, en otro las nalgas de algún tipo soplaban un trombón con la versatilidad de Glenn Miller: Moonlight Serenade. El clima era veraniego pero a Lavellac los huesos le temblaban. Conversó con la encargada; no era mala persona y le indicó el camino de regreso a la ópera carnaval. Allí lo acosó la multitud de la plaza que pretendía matarlo a golpes. Escapó de milagro, pues en el último momento recordó la fórmula para construir el globo ideostático de Ferlinghetti: debía untarse brea y pegarse plumas de ganso. Luego saltó desde una torre. Voló por sobre distintos continentes hasta aterrizar en su calle natal, y vio al Negro, quien lo aguardaba envuelto en su capa desvaída. Una tropa de funámbulos saltaba al ritmo de aquella música infernal, como si decenas de fetos manipulasen la banda sonora arrancándole el rumor de las antiguas estepas de Rusia o de los Cárpatos que arden en el fuego de crepúsculos salvajes. De alguna manera aquella música le hizo saber que estaba a salvo del Mal y del Bien. Había regresado y el solo hecho de regresar era extraordinario, pero también incomunicable. ¿Cómo una música torcida, ejecutada por los demonios, era capaz de alegría, esperanza o salvación? El protagonista intentaba resolver aquel último acertijo cuando despertó sobre una balsa con la fórmula en las manos. Se untó brea y plumas de ganso y voló a París. The End.

  Podemos decir que aquella película resumía mis sentimientos con respecto a Ray Pitukas. Debido a su evidente caos nuestra relación no prosperó, como no prospera la cría de cerdos en noviembre.

  No les he dicho nada acerca de mi trabajo: soy periodista. Me parece verlos reírse de una periodista que escribe así, pero lo cierto es que solo estoy contratada en el Transfer, un diario de escasa circulación. Allí al menos no me exigen purezas de estilo. Y mi oficio está directamente relacionado con la forma en la cual conocí al viejo Acheron Hablin.

  Siempre ha insistido en que le trate como tal, como a un viejo. Y a pesar de sus ochenta años es un hombre lleno de vida. Inspira la misma ternura que Boris Karloff en La momia, la misma ternura que Nosferatu –pobrecito, siempre cargando con su ataúd para no molestar a nadie-, pero en este caso la ternura está cargada de deseo sexual. Quiero que ese viejo maldito me viole o me obligue a ser su esclava, a realizar los más increíbles actos de lascivia. Me he dado cuenta que soy incapaz de decir estas cosas de un modo más directo, y por eso cuando tengo sexo prefiero gritarle a mi pareja ¡DI MI NOMBRE, DI MI NOMBRE! Y mi pareja no escucha nada porque está jadeando debajo o encima, pues me doy perfecta cuenta de lo tosco y elemental del acto, más aun tratándose de una inválida como yo. A veces algún que otro me grita al oído ¡COGE, COGE, COGE! Pero no sé qué quieren que coja. Y el oído se me llena de babas y me supura todos esos imperativos o las interrogaciones retóricas: ¿DE QUIÉN TÚ ERES? ¿QUIÉN ES TU DUEÑO? Y otra vez, ¡COGE, COGE, COGE!

  Eso era el sexo antes de conocer al viejo Acheron Hablin. Hace dos años me encargaron hacer un reportaje sobre clubes nudistas y escogí el Red Diamond en Harlem. Cuando entré algunas rubias ejecutaban sus contorsiones alrededor de los tubos. Nada del otro mundo. Entonces la música cambió…y lo vi salir a la pasarela completamente desnudo. Con gestos de cowboy arrojó la dentadura postiza al primer cliente y luego el peluquín a una vieja que lo miraba con asco, vergüenza y compasión. Toda su carne se movía, sus pliegues recordaban a los habanos que han permanecido demasiado tiempo en la oscuridad. Me miró a los ojos y supe que deseaba poseerme, aunque ningún signo en su cuerpo lo había revelado: tan solo se fue acercando lentamente y me besó en la boca al tiempo que algo parecido a un caracol se introdujo por mis labios y mi rostro se hundió en el agua con la misma sensación de eso que llaman riff: acordes que se deslizan por el brazo de la guitarra eléctrica hasta desvanecerse bajo las luces de neón. [1]

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[1] Historia grabada el 18-marzo-2000 en el Ayler Theatre. Basada en un ticket del cine Vox.

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