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LA GRAN FORMA

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Kerotakis

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  Anochece. Brota entonces un largo silencio que nunca mis ojos ni los tuyos divisaron pues era menester la lepra u otra enfermedad benigna en fulguraciones para despertarnos o hacernos dignos de tales silencios y tales magnitudes. La sombra es un ejercicio doloroso. Yo sé que ahora nuestro idioma es errático como los moluscos o las piedras; pero también tiene sus consistencias, así que mientras termina el bombardeo sigamos el rastro de Francisco Ramíres, Procurador de Xátiva.

  Nuestra lengua ha perdurado por su tristeza -desde cuando las fiestas eran salvajes en los nidos de polvo de los trogloditas caracitanos y el latín resultaba doloroso a los oídos de los comedores de pájaros y lobos-. Después hubo en la fiesta su misterio y su contrición; el polvo fue la buena nueva que volvía con la sangre de las legiones, sobre la frente astuta del romano, en la fornicación que hermana los Pirineos. Francisco recordaba el paso flexible de los soldurios cuando iban a inmolarse frente a la tumba de su caudillo y ahora otro caudillo auguraba la muerte por los cielos; nunca iba a terminar aquella procesión de muertos que vio por su ojo Abú Abdalá Boabbil, cuando abandonaba los últimos caminos de Granada, esa nación surgida del polvo venía a él y le arrebataba el rumor del agua y la soledad del Alhambra. Las cimitarras colgaban llenas de herrumbre, la Media Luna era derribada en la mezquita y una cruz forjada en Toledo era llevada por un soberbio cardenal hasta la cima del palacio de Alá.

  La cruz desfiguraba el cielo.

  Francisco Ramíres miraba el latrocinio de los vencedores, que entraron a las tiendas de seda, a la podredumbre de los mercados que nada tenían, a las gargantas sedientas que hendieron en busca del oro y las joyas. Solo encontraron el silencio de los moros. Y la mirada lánguida de sus mujeres.

  Había estudiado durante su juventud los libros del marqués de Villena buscando en ellos rastros del gran poder mágico que le atribuyeron aquellos con quienes trató en vida, incluyendo su sobrino Don Juan II, rey de Portugal. Leyó los Doze trabajos de Hércules y el Arte de trobar. Nada le fue revelado sino una prosa que le hartaba, pues Francisco era un hombre apegado a Berceo y Sem Tob; amaba las Bucólicas y toda composición campestre le resultaba maravillosa, ante lo demás guardaba un recelo que era oculta ignorancia. Se enroló en el ejército que se alejaba con rumbo al Mediodía, pues al ver tan grande hueste supo que la victoria era segura y el botín numeroso. Olvidó su pasada vida de archivero en Xátiva, y desempolvando la vieja armadura de su padre se lanzó a los caminos de Castilla. Bebió con los andaluces que miraban extrañados la vasta llanura y las gentes secas que el viento dibujaba; apostó con judíos conversos que lo iniciaron en la numerología para adivinar la proximidad de la muerte y apostarlo todo -¿entonces qué más daba?-; los hombres de Aragón miraban desde lo alto de las cabalgaduras bien comidas a la infantería pesada que en el sitio de Zama habría de salvarles. El ejército avanzaba con demasiada lentitud a través del páramo conquistando ciudades mientras Aliatar, el viejo caudillo moro, había logrado una paz momentánea entre abencerrajes y segríes –los dos bandos políticos- y esperaba retirado en su fortaleza al grueso del ejército cristiano. Las tropas avanzaban ahítas de paz.

  Las Potencias del Aire iban a su lado. Francisco no podía reconocerlas pero adivinaba que algo tenebroso se iba ciñendo en torno a la expedición; aquellas reverberaciones sobre el campo, aquellos cerdos gruñendo asustados todo el día, la vaga sonrisa de las prostitutas, el resplandor lúgubre de las culebrinas le advertían constantemente de su presencia. Se veía desfilar entre los soldados a un monje de capucha negra que algunos aseguraban era el mismísimo cardenal Cisneros, y otros que era Francisco de Calatrava, confesor de la Reina. La verdad estaba lejos de ambas versiones pues el que cabalgaba bajo la niebla de los lentos amaneceres era Fernando II, rey de España. Él también advirtió las raras perturbaciones en el aire y los días que pasaban cada vez más negros: amanecía tarde, oscurecía temprano. Los santos milagreros eran continuamente convocados para aliviar a los cielos de aquella enfermedad.

      -Solo nos falta la peste negra. –decía el rey mirando la seca llanura-

  Por las noches un astrólogo judío iba leyendo el firmamento y a Francisco narraba la suerte que los astros dicen, las nebulosas rasgaban su misterio ante la oración a Ahrimán y se aproximaban al ojo inmóvil del judío que veía quién sabe qué futura depredación. Se llamaba Josephus Stalinn y juraba haber nacido en Praga hacía cien años. Todos los soldados se burlaban de él, pero siempre volvían a su modesto cubil a pedir que les leyera la suerte de la siguiente batalla. Josephus escudriñaba con placer sensual cada astro y formaba con ellos las figuras que componían un Zodíaco desconocido; iba después traduciéndolo a los nombres del tradicional, sin permitir que nadie se le acercase. Francisco llegó a escuchar la suave lengua del judío cuando hablaba a los astros y sentía una enfermedad ascenderle por los huesos porque algo guardaba aquella tierra informe, que parecía un mar de altozanos aislados y pueblos blancos; la noche traía las angustias del día al hombre solitario a quien acompañaba la mirada vidriosa del judío en la llama del cosmos; los fuegos del campamento llegaban a los dos hombres apaciguados por la bruma, se escuchaban las bandurrias, los panderos que esgrimían las manos de los mercenarios; llegaba a ellos la letanía de un pueblo que iba juntándose a pedazos. Josephus miraba las llamas de su hoguera, las brasas le alumbraban el rostro estriado por los años y las persecuciones. A mi padre lo mataron en Gerona. Una piedra me hizo esta cicatriz. El hombre se iba abandonando a sus recuerdos y su voz volvíase queda, confesional, y todo el mundo parecía arrinconarse en aquella llanura sin dios para escucharlo y todas las yerbas lejanas se inclinaron y las orejas de las bestias apuntaron al Este donde se erguía el campamento cristiano, y los cuervos giraron su exquisita hambre sobre el judío que tenía los ojos encajados en lo profundo del fuego. La llama le anunciaba los sucesos del cielo pues, como enseñaba Averroes, la comprensión absoluta de una parte era la asunción del todo, los Motores Concéntricos dormían como tótems impronunciables; y era esto verdad pues, cómo pronunciar una piedra, cómo palpar una voz, cómo escuchar una mirada eran enigmas que solo los alunados o los hechizados podía resolver y jamás enseñar; les había sido entregada una mansión perfecta de la que nunca podrían salir.  Toda la tierra se había inclinado para escuchar la revelación formidable del judío y este solo dijo: ¡Papé Satán, aleppe!

  Entonces el Fénix que habita en la luz de los cuásares, en el agua lustral de la estrella comenzó un vuelo de siete siglos hacia la Puerta de Dite.

  El judío murió esa noche presa de una fiebre que nadie se atrevió a curar; quien miraba sus ojos retrocedía espantado pues se veía la órbita de un planeta girando entre miles de imágenes de santos, invertidas en la córnea. Al día siguiente aparecieron las torres de Zama.

  La carnicería fue breve. Se admiraba la majestuosa suavidad de los caballos negros, el caracoleo de las lanzas bajo el vientre de los caballos blancos, el aullido de los nonatos bullía por sobre la contienda, pero esta vez los dioses miraban atentamente la suerte de un solo individuo que con extraño ardor lanzábase a lo más encarnizado del combate, seguro dentro de la armadura vieja de su progenitor que le bendecía contra los gritos de los moros. Luego cedieron los infieles.

 

  Francisco Ramíres deambulaba por el vacío campo al amanecer, unos estandartes ondeaban a lo lejos y el olor de los cadáveres se fundía con el de la llanura, aislados lamentos brotaban de los muros de la ciudad hundiéndose en la sorda disputa de los perros por los difuntos más gordos o menos armados. Había salido de su tienda por un extraño desasosiego que no lo dejaba dormir; algo lo llamaba a ese lugar espantoso, donde ahora se alzaba del suelo una rara forma de cristal. Era un kerotakis, el horno de los alquimistas.

  Hipnotizado por la forma del objeto decidió probarlo allí mismo y arrancó un pedazo de tela a su vestidura y prendió fuego en él; encima puso otra vasija que había robado a Josephus antes de su muerte. El fuego ardió en la redoma y sus lenguas acariciaron los bordes del cristal.

  Entonces vio al monstruo que gravitaba en los espacios sin nombre, era una figura diminuta pero la idea de lo inmenso estaba fija en la redoma. El vuelo de la bestia era suave como la flor del loto y tenía la voracidad del fuego. Vio los cansados ojos de Abú Abdalá Boabbil y supo el futuro de la contienda, una luz negra se hundía en el Oriente cubriendo sus desiertos; vio la caída de Granada, la hazaña de Hernando del Pulgar, la salida del séquito que acompañaría al rey moro hasta su vieja tierra, vio al hombre de los ojos fijos, incendiarios, que asistió a las Capitulaciones de Santa Fe y se sostuvo a la borda de la Santa María y presintió el maderamen que crujía en la vigilia de Tierra Firme; Francisco Ramíres vio su sepultura en San Salvador junto a un enterramiento bizantino que el Almirante prohibió a sus hombres mencionar. Toda su vida y más aún, todo el cauce inevitable de su muerte estaba allí, girando en el fuego del kerotakis. Sin embargo la rueda de imágenes no se detuvo y vio que unos ojos cansados, de menudo intelectual, le escudriñaban a través de la bruma de una habitación podrida en Madrid, supo que Francisco Ramíres continuaba en aquel sujeto desgarbado que se paseaba por el Rastro luciendo un monóculo, rasgando la cubierta de las cosas y dueño de una palabra fina, que perforaba los objetos; después fue el soldado oculto en aquella casa de Durango, que por admiración le llamaba Procurador de Xátiva; durante el bombardeo se había refugiado en la mansión arruinada y allí, sobre el lienzo, le descubría desde el fondo de un antepasado que el propio Ramíres llegó solo entonces a conocer: en El entierro del conde Orgaz advirtió su rostro como sobre un espejo cóncavo. Él era el muerto, el insaciable muerto que todo hacía girar y cobrar significado. Él era el muerto que ahora se deshacía junto al aire de la noche y la llama extinta del kerotakis.

  Lo despertó un toque de clarín y corrió en dirección a su suerte, sin recordarla.

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