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     DEMETRIO SOUZA

 

        La Jauría Celeste    

  La mención de lo inefable –catacresis- arrastró a Demetrio Souza a la muerte. Era un hombre oscuro, de los irreconocibles en los retratos de grupo cuando a todos les queda una sonrisa esmerilada. Demetrio nunca rió; su rostro -inconfundible por siempre encontrarse desenfocado- completaba el paisaje como podría hacerlo un árbol o un jarrón. Esa costumbre de aditamento humano, de añadido carnal al mundo, estuvo latente en lo poco que escribió y dijo antes de casi morir cuando la ejemplar matanza de los Independientes de Color, allá por el año 1912. Padre brasileño; madre bracera dominicana; nacido en Bayamo para el dichoso año de 1876, Demetrio no conoció otros libros que los de la pequeña biblioteca de su abuelo postizo Antonio Rickert, quien era un hacendado y también un piadoso negrófilo residente en Manzanillo. Empleado de farmacia desde los doce años; amigo de Poveda desde los dieciséis; se dice de él en algún verso anónimo: amigo paciente y moribundo. Se le iban los ojos siguiendo cualquier sombra rápida en el monte, tratando de leer señales por las encrucijadas o malos augurios bajo cada piedra del camino; era también un consumado tocador de guamica (juntando las manos como un caracol y soplando entre ellas producía sonidos espectrales, a noche roja y marítima). Nadie entendió sus frecuentes lecturas de los modernistas que habrían de enturbiar su estilo, ni le perdonaron su afición a Poveda, mucho menos su odio a los grupos literarios y a las tertulias. Vagaba solo. A veces hablaba en Manzanillo con el suicida sin llegar a ningún acuerdo, por el placer del rumor que va de una boca a la otra sin pasar por los oídos.

  Solo conocemos de él La Jauría Celeste, obra inconclusa salvada por Antonio Rickert del anónimo solar donde se alojaba Souza, la tarde en que un grupo de racistas llegó afirmando ser fotógrafos, y agrupando a los negros, los ametrallaron sin distingos de niños, mujeres o ancianos. Demetrio se arrojó contra los asesinos: agonizó por tres días en el hospital.  Sobrevivió milagrosamente, quedando paralítico. A mediados de 1950 lo enterraron en el cementerio de Jiguaní.

  Mariano Picón Salas afirma que entre el Giotto y los griegos se ha interpuesto el misterio cristiano de la salvación. Una leyenda como la de san Francisco habría sido inconcebible para el mundo helénico. Demetrio Souza con sus relatos trata de mostrarnos lo contrario: cómo los griegos podrían concebir la leyenda de San Francisco, o cómo las manchas de humedad que advirtiera Leonardo auguraban los cuadros de Wilhem de Kooning. La unidad caótica, el sínodo del caos. Quizá no la presencia, sino la permanencia de la muerte en Demetrio Souza, le hicieron concebir este libro (a ratos insoportable) que pretende seguir el sordo murmullo del universo. Nunca sostiene un estilo, nada parece importarle sino el final, el obsesivo final que nunca llega, pues este hombre dedicó el resto de sus años a la revisión y actualización del texto original como si no quisiera desprenderse de él. Por eso tiene ese estilo sin estilo, es decir, caótico.

  La muerte por catacresis es la muerte por inmersión. Todos los escritores orientales mueren por inmersión, al menos su variante más sensible: Poveda, Zatrústegui, Ricardo W. Quémjica, Ana María Schulz, Demetrio Souza. Padecen una enfermedad lenta que los arrastra de un lugar a otro, hablan veloces sus libros y luego mueren a la vera de alguno, sin más que decir, con un gesto callado, una frase irónica, una sonrisa o una misteriosa desaparición. Los escritores orientales sufren esa fatalidad, pues cuando atraviesan el mundo desconocido -el de los arquetipos alucinantes, el de la inversa espelunca donde el espacio vuelto al revés nos devora haciendo de todo lo conocido una figuración de lo demoníaco-, escriben cerca de Dios. Souza nunca lo hizo, pero debo admitir que fue su intención afortunada.

  Escribir, por desgracia, no salva a nadie de la muerte. Pero toda escritura es una conspiración. Toda acción que multiplica la realidad atenta contra su pureza y tarde o temprano es castigada. Y me atrevo a asegurar que el autor de La Jauría Celeste siempre conoció lo que estaba aguardando por él, justo al otro lado del libro.

  Por último, debemos añadir que una sola mujer existió para Demetrio Souza: firmaba con la letra M. Aún no sabemos si era su inicial o algún capricho de su caligrafía. Al morir, Demetrio Souza llevaba bajo la camisa un papel con aquella sola y enorme letra atravesándolo de lado a lado, como las balas y los gritos y las jaurías.[1]

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Juan Laprida

 

 

[1] Este fue el prólogo que escribiera Juan Laprida para la edición original de La Jauría Celeste en 1996. Presentamos aquí una breve selección de los treinta y tres cuentos que componían el libro de Souza.

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