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Los muros de pórfido

  Junichiro tomó la ruta que lo conduciría a través del Imperio, hasta divisar el mar y los estandartes del señor Misogi. Su madre había enfermado tres años atrás y se alejó de él como un ave blanca en el otoño, llena de la falsa pedrería y de las combinaciones demasiado tristes de la hojarasca. El mal que la había devastado era incurable, y durante aquel tiempo azotaba con regularidad las aldeas del clan Tokugawa, asentado en una de las laderas del monte Goemon. Junichiro conocía oscuramente, que la enfermedad tornaba invisibles a los que la padecían, de modo que al morir su madre fue imposible enterrarla y todos se contentaron con el luto y el silencio, roto por las aves que poseía la suntuosa dama en una pajarera de mimbres trenzados. Los familiares comprendieron que el silencio era un pájaro que volaba hacia adentro, que su plumaje inútil eran las palabras y fueron entonces parcos, cuidadosos. Inclusive en la joven Yoshioka, cuya silueta bamboleante era sombra arqueada sobre las sombras, había brotado el temor a la muerte –esa armadura de caballero vacía que cabalgaba por las aldeas-. La muerte descansaba junto al corazón de los más bravos señores y, ahora invisible, atacaba con denuedo a la joven Yoshioka. Primero desapareció su pierna izquierda, luego el lado derecho de su abdomen; sus parientes llegaron de muy lejos a no llorarla en el temblor de la seda y los paneles surcados por ráfagas de viento. El solitario Junichiro cabalgaba por su feudo y sentía alrededor la locura y la desesperanza como arrebatadas fieras, como alegorías, y esa construcción mental había obrado al punto de hacerlas visibles: alegorías monstruosas se paseaban en el bosque de Aru, impunes a la rabia del heredero. Salían tras los árboles, acechándolo. El joven fue enloqueciendo, creyendo adivinar bajo las anchas hojas al fantasma de su madre. Cada vez sus cabalgatas eran más ambiciosas y él trataba secretamente de perderse, de evadir el trato con sus semejantes, que le llamaron durante el día con gritos de mujer y durante la noche con fuegos prendidos sobre la copa de los árboles, pareciendo un incendio al revés en el que los fuegos descendían a la tierra con su lenta crepitación. Junichiro permanecía oculto.

  Un atardecer en que dormitaba a la orilla del riachuelo Kiruge le pareció escuchar un silbido agudo, pronto inaudible. Se había inclinado para beber cuando súbitamente la garganta se le llenó de arena, teniendo el joven que escupir, toser y finalmente vomitar puñados de arena. La sed resultaba insoportable y volvió a beber, repitiéndose los escupitajos y el vómito. Así hasta las cinco veces. Corría por la orilla desesperado, lanzando gritos de auxilio, ahogado por los borbotones de arena. Pasó la noche y el día siguiente. Llegó el otoño.

  Junichiro vomitaba un desierto.

  Mientras la proeza de Junichiro transcurría, la joven Yoshioka se iba consumiendo en su invisibilidad, irónicamente olvidada por la celebración de las bodas de un pariente lejano. La casa se llenó de luces y de jaulas. Los pájaros eran animales sórdidos a los oídos de Yoshioka, quien solo dejaba ver sobre el pulcro lecho una mano, la nariz y los ojos que -poderosamente triangulados con su nariz- enjuiciaban su olvido; y si hubiera tenido boca habría gritado hasta desgañitarse por una expedición que encontrase al secretamente anhelado Junichiro. El resto -los visibles- se ufanaban ignorándola y casi lo logran con los preparativos de la boda, tiempo atrás planeada para ganar influencias en Kyoto. Se representó para las fiestas la historia de los monjes que ascendían las cumbres del Fuji y esta historia le trajo a la casi desvanecida mujer el recuerdo de sus años de infancia, cuando recorría el bosque jugando a los guerreros con los otros niños; y su padre que la descubría y azotaba era evocado como un oscuro dragón, nacido allí donde moría el bosque, en el desierto que vomitaba año tras año Junichiro. Al día siguiente los beodos familiares encontraron manchas de humedad bajo las dos esferas ansiosas, sobre la nariz solitaria. La mano había desaparecido durante la noche.

  El desierto aparentaba carecer de término. Junichiro había adelgazado encima de la amplitud trazada a compás sobre la tierra y el cielo, pues las criaturas huyeron a causa de las ventiscas, los vegetales fueron arrastrados sin piedad hasta los límites del agua e iban descendiendo con una rara claridad los árboles secos entre las aldeas, y los pescadores daban gritos de horror o de alegría por la deferencia que el poder divino mostraba para con ellos. El desierto al borde del Goemon era un cadáver visible en todos sus rasgos, a diferencia de los humanos enfermos. Tierra dura y horizontal. Cuando el joven escupió el último grano de arena, divisó a lo lejos una forma blanca que parecía crecer y no acercarse. Luego de media hora la figura estuvo a su lado. Era una mujer.

      -¿Quién eres?

  La extraña cubría su rostro con un velo de seda negra. Hablaba con inflexiones que Junichiro había escuchado otras veces y que ahora no reconoció, tal era su cansancio. La mujer señaló el horizonte que la había traído.

     -Vengo de Persépolis, la ciudad que está al otro extremo de este desierto.

     -Yo he vomitado todo lo que ves.

  La mujer no pareció extrañarse. Su velo osciló a la par que su figura con un tono de solemne desdén.

     -Debes ser un dios, un annunnaki.

     -No. Soy Junichiro.

  El desierto pareció crecer, volverse oscuro, con el relampagueo de animales invisibles. La mujer habló.

     -Si continúas el viaje conmigo, te conduciré hasta la aldea que posee el secreto capaz de sanar la enfermedad de los tuyos. La aldea no tiene nombre, sus señas son una puerta y una mano tallada en la puerta. Nada más.

  Junichiro y la mujer partieron esa tarde siguiendo las recién nacidas estrellas del oeste. El viaje duró cinco siglos y llegaron decrépitos a la puerta con la mano tallada, que cedió a sus manos seniles y vencidas.

  La aldea se extendía a lo largo de un valle brumoso que parecía la almohada sobre la cual reposaban oscuras divinidades. Junichiro y la mujer bajaron por las estribaciones rocosas que sostenían la puerta, meramente decorativa, buena para amedrentar e ineficaz para defender, al menos eso creyeron.

     -Estoy cansado.

     -Pediremos asilo cuando lleguemos la taberna de Kitaro-san.

  La aldea estaba desierta y vieron que en realidad era apenas un círculo alrededor de otra construcción alta y pentagonal, rodeada por elevados muros de pórfido. No pudieron ver más, pues la lluvia y la niebla del amanecer los hicieron apresurarse para llegar a la taberna de Kitaro-san.

  Las chozas eran idénticas. Deshabitadas, parecían vigilar a los intrusos a  través de las cuencas de sus ventanas y el bostezo de sus puertas, y le recordaron a Junichiro las cabezas de sus muertos, nunca vistas, que dejó por los cementerios del clan Tokugawa. A la entrada de la taberna, la mujer le señaló un par de leones alados esculpidos en piedra.

     -Leones de Marduk..., mi pueblo ha estado antes en la aldea.

  Cuando entraron volvieron a sentirse jóvenes. Sus entumecimientos menguaron hasta desaparecer, los dientes ausentes volvieron a brotar rajándoles la encía con hilillos de sangre rojísima y vigorosa y el hombre desenvainó su espada, examinándola a la luz de los candelabros.

     -¡Kitaro-san! Tienes visita.

  Anunció la mujer mientras la taberna se llenó de gente que bebía y gesticulaba: guerreros, geishas, señores, comerciantes, niños. El alboroto creció como nacen en silencioso estrépito las partículas de polvo que levanta el sol sobre los lugares viejos. Hubo música, danza, mascaradas; un trueque insidioso de cultos y divinidades. Nadie se molestaba o agredía. Incluso una compañía ambulante representó la historia que Junichiro había visto cierta vez en la lejana Kyoto: la historia narraba crímenes sucesivos e inexplicables dentro de un clan, cuyos pormenores eran revelados en sueños al joven heredero, que los callaba, aguardando la muerte de sus hermanos mayores y de su padre para sucederles en el mando. Cuando todos sus presuntos adversarios han muerto, entonces sueña que alguien lo asesinará. Al despertar, su casa está vacía, sus criados han huido y la angustia comienza a cercarlo, a arrebatarle sus dominios hasta quedar encerrado en una habitación estrecha. Luego aparecen sus muertos y le otorgan los atributos para el seppuku. Nada nuevo, ni especialmente evocador. Pero Junichiro pensó por primera vez en cinco siglos en la olvidada Yoshioka y la sintió reír a su lado, con la figura de la mujer enmascarada.

  Esa noche dormían uno al lado del otro como habían acostumbrado hacerlo desde que iniciaron el viaje, sin aventurar caricias o palabras. Junichiro vio que la mujer respiraba tranquila, con una seguridad que le hizo odiarla... Luego, con un silencioso ademán, levantó su velo. La mujer continuó durmiendo. No tenía ojos ni nariz.

  A la mañana siguiente fueron rodeados por los huéspedes y conducidos al muro de pórfido y a su puerta. Kitaro-san leyó el viejo códice tallado en el umbral ante los presentes.

     -Solo podrá entrar un viajero a la vez. Este lavará sus ojos en la fuente de lapislázuli que porta las sagradas inscripciones de Marduk.

  La mujer parecía presentir los augurios en el códice y se había alejado de la comitiva, transformándose en una testigo sobrenatural. Junichiro la vio alejarse y hundió su rostro en el agua lustral. Encegueció. Luego penetró en la mole de pórfido.

 

  Cuando desperté, Junichiro estaba más allá de las paredes de mi casa y el ruido de un tranvía se llevó su imagen. Quedó el barrio y una soledad gris, el sabor de un cigarro. Caminé por mi habitación tomando graves decisiones que nos incumbían solo a nosotros. ¡Había que hacer algo! La ciudad, vigorosa y triste, me hacía una mueca al otro lado de las ventanas... Pronto nada quedaría de Junichiro, si acaso la sensación del valle raramente perfecto. Llegó entonces una revelación que adensaba el hastío gigantesco. La procesión de los días iguales; de las piezas engranadas en simulacros de perfección. Descubrí la siniestra alegoría del muro frente a mi ventana, el mismo, repetido, inamovible muro. Aquella revelación fue tomando cuerpo en mi cuerpo, llenándome con la serenidad del Fuji para conducirme, seguro, al cuerpo de mi esposa y desfigurarla con divina lentitud, hasta que fuera la imagen de Yoshioka.

  Luego penetramos en los muros de pórfido.

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