Luz
Al despertar, los tres fueron incapaces de reconocerse entre sí. Habían compartido la misma visión de una carretera que se pierde en la niebla, después las voces, un estremecimiento, sentir que se es lanzado al otro mundo y vuelto a traer con aquel súbito tirón a lo agridulce de la sangre, al olor preciso de la muerte. Todo eso estaba lejos. Borroso. Ahora resultaban atrayentes los dibujos en la sábana y las cortinas, el blanco absoluto de las criaturas vistas a través de los párpados como al cerrar fuerte los ojos. Dormían con agitaciones fetales, compartida la secuencia de una película cine-negro, años cuarenta, donde una mujer llora al pie de una escalera y en lo alto, hierático, un hombre aguarda y fuma. Nada más común, pero eran los olores y la sensación de presencia lo que les hacía estremecerse, temían los pasos del hombre, temían la lluvia que estaba descendiendo sobre las figuras en una casa transparente y todo se iba desdibujando tras las imágenes particulares de cada quien. Alexandre fue el primero en despertar, miró el cabello de Maud y le pareció un gato moribundo. Tiró de él. Maud gimió y lanzó un manotazo que dio en pleno rostro de Sylvie, quien dormía como un ángel. Se miraron confusos y despiertos. La ventana de la habitación proyectaba aquella luz oblicua que mantenía a oscuras el lado izquierdo de los rostros. Sylvie, más sociable, rompió el silencio dirigiéndose a sus acompañantes.
-¿Quiénes son ustedes?
Alexandre y Maud no supieron responderle. Los dos habían callado al iniciar sus nombres y entonces notaron el olvido. Nada había detrás. La niebla, la innumerable niebla lo envolvía todo y al esforzarse lograban desfigurar más aquellos amagos de rostros, esos peleles renqueantes que sin ojos, sin manos, sin voz, iban rodeándolos con abrazos quietos y undosos. Sus casas eran iguales a un árbol o a una sombra y estos objetos parecían atarse en relaciones poéticas forzadas a una parte de sus cuerpos. Águilas y cafeteras, manos y cacerolas, Robinson Crusoe y la mujer innombrable que apareció en la televisión para Año Viejo. Sí recordaban el dolor. Una sensación blanda, acuosa, era el dolor. Una sensación horizontal y aullante; el dolor podía agujerear las puertas y llegar a ellos, era capaz de arrancar las cortinas y abrigarse a la sombra de los rostros. Sylvie trató de presentarse con una sonrisa.
-Me llamo...bueno, en realidad no es importante conocernos. Al fin y al cabo vamos a estar solo algunas horas aquí. ¿No es cierto?
Los otros medios rostros asintieron. Alexandre habló.
-Tienes razón. Solo que no veo ninguna puerta.
La nueva observación inquietó a las mujeres. Los tres se incorporaron a un tiempo y recorrieron la sala, caminando en la semioscuridad con las manos extendidas tal los ciegos. Maud recorrió la habitación con su mano sobre la pared y comprobó la idea del hombre.
-No hay puertas.
Alexandre estaba corriendo las cortinas. Iba a entrar la luz y todos entrecerraron los ojos; pero nada de esto sucedió: la sombra oblicua continuaba dividiendo la habitación en dos indecisas mitades. Alexandre señaló hacia abajo.
-¿Qué es esto?
Maud y Sylvie se acercaron recelosas del hombre que lucía demasiado sereno, recortado contra la débil luminosidad del exterior.
-Son árboles.
El edificio, cuya forma ignoraban, estaba rodeado por un bosque y a la vista no encontraban otra cosa distinta a un árbol. Otra vez sintieron la niebla...y el frío.
-Será mejor dormir.
Maud estaba acostada. Su mirada era débil, implorante. Alexandre y Sylvie sintieron sus palabras como una orden y se dirigieron a sus lechos. La noche, si la hubo, sucedió inadvertida.
Era de noche aun cuando Maud despertó a Sylvie y le pidió no hacer ruido.
-¿De veras no conoces a este hombre?
-No.
-Yo no confío en él. Deberíamos vigilarlo, al menos hasta que se aclare todo.
La conversación continuó hasta el alba. Y cuando Maud se hubo dormido, Sylvie despertó a Alexandre y le relató punto por punto lo que Maud le había confiado. Pasaron cinco horas. No sentían hambre.
Los tres habían recorrido la habitación incontables veces. Conocían la perfecta desnudez de la parte oscura, que solo ocultaba tres camastros y un botiquín vacío. También los asombró la limpieza del local, el fino tejido de las cortinas y la ausencia del hambre. Algunas veces intentaron hablarse, pero resultaba inútil pues ¿de qué otra cosa no habla uno si no de los recuerdos o de las variaciones que a ellos adosamos? Hablaron del bosque. Algo en el bosque los inquietaba. Los árboles era demasiado simétricos, las ramas demasiado idénticas. No había pájaros ni sonidos; aparentaba una vitalidad enfermiza como esas criaturas que semejan dormir para atrapar a sus víctimas. Bosque-anémona, bosque-insecto. Luego volvieron a dormir.
Alexandre, a media noche, despertó a Maud. El resto es deducible y a partir de ese momento ninguno confió en sus compañeros de encierro.
Al amanecer del tercer día Sylvie descubrió que necesitaba acariciar al hombre. Se levantó asustada por lo inevitable de su deseo, advirtiendo en él lo ilógico, lo falible y paso a paso su figura rozó la figura de Alexandre. Maud escuchaba el bosque mostrando una satisfacción primitiva en la escucha, en la evasión del silencio pues nada diferente al silencio tuvo lugar en la habitación. Al día siguiente, sin hambre, intentaron correr los pesados cristales de la ventana y el sueño volvió a doblegarlos y a partir de entonces la noche estuvo sobre estas personas y no afuera. Ellos imaginaron de conjunto la sucesión de varios días, en parejas cadencias.
-No hay sol.
-¿Para qué hace falta?
-No sé. Es la costumbre.
-Ya no tenemos costumbres, Alexandre.
-Hay una, Sylvie. La del tiempo...mira a Maud. Cuenta minuciosamente los segundos. Ella conoce el tiempo, vela por nosotros.
-Los hombres piensan demasiado. Maud solo juega con la pared algún juego estúpido de niña solitaria.
Maud hablaba a las paredes, les contaba historias íntimas reducidas a gestos pues había perdido la costumbre de hablar. A veces, durante las noches iguales, miraba el amor de sus otras criaturas. Sentía la habitación incapaz de vida y pronto se advirtió capaz de inventarla.
Su mano, lenta y voluptuosa, recorrió la espalda de Alexandre y los senos de Sylvie; luego se apartó a la oscuridad cercana. Sopló sobre sus manos, construyendo una esfera. La esfera resultó cálida y gris. Los otros nunca la vieron.
Pasaron años confusos y los recuerdos comenzaron a volver en lentos oleajes. A veces solo llegaba el eco de una palabra o la silueta de una persona, luego fueron personas y palabras. Las sombras devolvieron a los cuerpos su prehistórica consistencia y Alexandre recordó su infancia y la explicación de cada una de sus viejas cicatrices. Sylvie saboreó invisibles comidas, escuchó en una playa, hace un siglo, la voz de un hombre. Vio el mar como una fotografía quebrada, vio un entierro, tuvo dolores misteriosos relacionados con beatas y mandamientos. Alexandre soñó una mano alzada sobre las aguas y el rostro cansado de su hermano a través de una profundidad que supo última y segura.
El mundo de Maud crecía. La esfera mostraba sus árboles poblados con apsaras y demonios, con faunos de caramillos seductores, con reptiles ágiles, un palpitar, miles de ojos, la espesura del cielo, el azul de los árboles, el oleaje de las piedras, la solidez del mar. Luego, mientras Alexandre y Sylvie encontraron su pasado, el mundo de Maud fue apaciguando su forma; unos recuerdos más tarde estaría listo.
Alexandre y Sylvie habían reconstruido en lentas horas todos los incidentes de su vida hasta llegar al instante en que viajaban los tres a bordo de un automóvil –y estos detalles no eran nada relevante- pero al atravesar un bosque, comenzaba la niebla y la simetría, el golpe, el despertar. Ambos evocaban a una Maud joven diciendo algo antes de la niebla. ¿Qué había dicho Maud? Y confusamente identificaron a Maud con la niebla...decidieron vigilarla.
-Pasa la mayor parte del tiempo frotándose las manos.
-Sola, contra la pared.
-Ella debe conocer la salida.
-La conoce. No caben dudas.
Acordaron interrogarla, y un círculo de gestos la rodeó; una complicidad que ella nunca supo o no le importó entender pues su creación le tomaba cada pensamiento y cada palabra. La esfera crecía tornasolada, limpia.
El agua era definitivamente líquida, las piedras habían conquistado su solidez, el aire su transparencia, los árboles continuaron aun vagamente identificados con el cielo. Aquella noche mientras la golpeaban, nacieron los hombres.
Sylvie le sujetó las manos ya fláccidas, ya nada resistentes y Alexandre comenzó a interrogarla, azotándola con un hierro arrancado a las otras camas. Los gritos de Maud no eran los gritos de una torturada sino los de una parturienta.
El primer hombre sintió el dolor de las laceraciones y encorvado lanzó gritos a los espacios sin nombre. El segundo hombre, ya conocedor de aquellos estremecimientos, le ayudó a incorporarse y así fuéronse multiplicando por todo el orbe cruzado por relámpagos y devastaciones.
Maud murió al anochecer. Alexandre miró a Sylvie y se vieron ensangrentados: sintieron hambre uno del otro. Al día siguiente solo quedaba en la habitación un cuerpo intacto. Luego se hizo la luz.