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LA GRAN FORMA

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Novgorod, 1953

  Vamos a lo insondable de una figura, primero un epitelio la cubre, si nos adentramos con más fuerza se llega a la membrana latente que recuerda un corazón, si se penetra aún más hay una oscuridad con sabor a nueces y monte, si continuamos hay una calle de Novgorod en 1953 y un invierno crudo, la figura cede revelándonos su última entraña que es la de esta casa que recorro con los ojos cerrados pues nunca he estado en ella y muy pocos sucesos podrían sorprenderme en realidad pues soy este hombre enfermo que mira a Novgorod a través de un prisma y una esfera. Yo no sé cómo es la ciudad, en cambio la siento en cada uno de los poros. A pocos les importa cómo diablos era Novgorod en 1953 y sin embargo luego de desnudar pacientemente la figura espero algo extraordinario, una especie de recompensa. El hombre llega desde la esquina y se detiene frente al número 22, abre la puerta y al momento vuelve a salir y hace señas a otro que dobla la esquina y se le une. Me acerco al fondo del prisma y nada veo, salvo el aldabón de la casa que representa una mano que sostiene una esfera de hierro, los nervios de la mano han sido trabajados al detalle y sigo la ruta de cada vena y las veo abrirse y mostrarme su cauce, un cauce negro que es el fondo de una fábrica, el hollín asciende hasta la bandera roja y el negro y el rojo consuman una alteridad inesperada pues el rojo tiene el color de las verdades oníricas del crepúsculo, del eterno femenino, de la trabazón marítima de los leviatanes, la caza del leviatán es un espectáculo soberbio cuando desde un puerto de Guyana partían largos racimos de canoas que apenas rozaban la espalda del mar ya trababan la magnífica lucha contra la bestia, los ojos del leviatán son los ojos de Minos, hay en este animal el reposo de las colisiones, una teratología mística, bestia sobreviviente al Diluvio acarrea en sí la irracionalidad de la naturaleza, que es la de los tifones, la de las enfermedades, la de las revoluciones inadvertidas de la planta y la célula, todo un gran engaño: la naturaleza no es sabia, al menos en ese sentido de la sabiduría que linda con lo racional. La naturaleza es Dios, y Dios está más allá de la sabiduría, la hilandera número 13 tiene rostro de tiburón y su pelo es negro como los carbonizados y su cráneo es triste, a veces piensa que hay algo difuso entre su mano y la aguja pero luego dice: tonterías, y vuelve al rumor sordo que la devora. Negro y rojo eran los colores del día, la mujer conduce de la mano a su hijo y se detiene frente al número 22. La mano y la esfera de hierro golpean, nadie contesta y antes he escuchado la discusión que se filtraba a través de los cristales hasta la calle, los hombres bebían, luego hubo silencio, alguien prendió la estufa. El hombre que primero había entrado, hizo pasar a la mujer y al niño que pensaba aun en las nervaduras negras de la mano y el hierro, también en la revista donde viera la caza del tiburón en el mar Caribe. Caribe caribe caribú, recordó al caribú que en su ancha espalda sostiene los valles, la otra noche mientras dormía se había detenido bajo su ventana y juntos galoparon hasta Minsk donde vivía el abuelo y perduraban el Lago y la Montaña, nada es grácil en la mano del abuelo que nunca bendice por temor a los difuntos, nada es grácil en la nana que brindaba sus pechos al niño como una sacerdotisa, todo era un ritual: el despertar, el desayuno, los juegos, el crepúsculo, la noche y el sueño, todo es un ritual mientras la madre vive, mientras la infancia respira bajo los árboles, mientras grita una criatura y desnuda corre por la ávida corteza del mundo y nada por los vástagos duros de la siembra y vibra entre la sombra como un junco y aspira la mañana que es un juego de dólmenes oscuros, de grietas en los ojos enterrados, de miríadas de insectos que admiran la putrefacción, de lilas que semejan árboles y árboles que semejan ríos y ríos que caen desde lo alto y nunca tocan la tierra porque se propagan en el aire impuro, en la sonrisa de la madre. Los tres comen junto al fuego. Luego el hombre les dice algo y apaga la luz. Nada se ve. Nada se escucha. Parecen dormir pero algo late en el silencio. Y el silencio es la enfermedad que invade sus cuerpos, el hospital negro con restos de un diluvio, el arca reposando en su monte de Venus, el monte de Venus del silencio que va surcando la aurora de manos rojas, manos grises y cóncavas, el hueso de los ríos, el hipotálamo de las cascadas, el hígado siniestro de las tumbas en una pradera abierta donde el mar retumba lejos, el mar era la lejanía y la presencia de los que no están, el mar no es profundo si no es una criatura que se hunde en sí misma y todo puede sumergirse como el mar y perder la sustancia durante una ablución de invertebrados, la caricia del pulpo es la caricia de una lengua oscura, la caricia de los corales es el éxtasis de las respiraciones vastas, todo es azul, todo es negro, todo es rojo. El rojo es el color de los eriales, del frío solar en los desiertos. El rojo es la profundidad de una estatua sumergida en el abismo, el rojo es el pensamiento de los hombres solitarios, el rojo era un bosque después de la tormenta. Nada hay de guerrero, o de asesino, o de acechanza en el rojo. El negro es el color más puro pues nada dice: es el silencio… El licor quema los labios del niño con un bautismo lento, el niño olvida sus náuseas gracias al licor que su madre sirve en grandes vasos para él y su padre, luego ella bebe de la jarra misma. El licor los salva de algo que duerme en su estómago. El licor los salva y a la vez multiplica la necesidad de beberlo. Y beben más, hasta perder el recuerdo. Entran nuevos huéspedes y ellos comen obsesionados los ojos de los recién llegados servidos a gran velocidad con el poder de un rito, para el niño esta era la nueva procesión donde el templo tornaba en ciertas las mistificaciones del pan y el vino y comieron sangre y carne verdaderas en el acto eucarístico del día, dormían luego echados a la sombra. Al ver ritos en todo, al ver una trascendencia en los mínimos actos, supieron de un Perdón solo concebible cuando se habita más allá del límite entre locura y santidad. Éxtasis de la carne, respiración áurea de los cuerpos, la escala de Jacob era una escala de restos y sobras, un peldaño era un ojo, otro un vientre, otro un corazón y el hombre hallábase disperso y aparecía en la cumbre con la luminosidad de los primeros penitentes. El penitente hallaba placer en la contrición y se golpeaba con ahínco sin desterrar el hambre que le arrebataba por el Cielo encontrado en las cuatro paredes. El último día fueron llamados, y el niño montó en su caribú celeste y buscó inquietos bisontes, buscó su tribu de la Montaña y el Lago, sus padres quedaron atrás, entre la niebla.

  El diario de Novgorod -4 de agosto de 1953- relata el extraño caso de canibalismo que había sido descubierto en el número 22 de la calle Liubov Kushmina. Un padre de familia, borracho, había dado muerte a su amigo íntimo y lo había devorado, obligando luego a su mujer y a su hijo a comer de la víctima. Para olvidar el suceso, madre e hijo se dedicaron a beber y el padre, de cuando en cuando, traía algún invitado al cual asesinaban y luego se lo comían. Se hicieron un hábito el vodka y la carne humana. No he sabido más nada de ellos, creo que el niño fue internado en un orfanato.

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