Reunión
Temprano. A eso de las siete me llamó el señor Baufman a su oficina. Llegué a las 7:30 luego de sufrir innumerables pisotones en los ómnibus y de casi perder la corbata a manos de unos scouts. Al fin y al cabo lo único válido era que estaba a tiempo en el lugar de la cita.
La oficina del señor Baufman es algo estrecha, poco ventilada, y para colmo estaban allí los nueve ejecutivos de la empresa. Cuando pasé, todos me sonrieron y les noté un brillito peculiar en los ojos.
-¿Sabe qué hora es? –inquirió el señor Baufman.
-Las siete y media.
-Compruebe su reloj.
Lo hice y la hora era la misma.
-Son las ocho y media.
-Mi reloj se debe haber descompuesto. Perdone.
-En realidad son las diez de la mañana.
Me sentí bruscamente asustado. ¿El tiempo era capaz de correr así?
-En realidad, Baufman, es hora del almuerzo: son las doce. –añadió uno de los ejecutivos-.
Me sentí un incapaz, un tonto. Otro ejecutivo se puso de pie y se dirigió al grupo.
-Son las dos. Déjense de patrañas con el pobre hombre. Debo irme.
Salió, cerrando estruendosamente la puerta. El señor Baufman, entre el brillo cada vez más creciente de los ojos, se acercó, me puso una mano en el hombro y dijo conduciéndome a la puerta:
-Perdóneme usted a mí, son las diez de la noche y tenemos que cerrar el negocio.
Sentí mareos, náuseas. Cuando estuve fuera del ambiente denso de la oficina, comprobé que los gorriones trinaban y los primeros niños eran llevados de la mano por sus madres, encaminándose a las escuelas.
Algo anda mal. Decididamente tengo que arreglar el reloj.