JULIUS MAYNARD
Sai-Lin & The Blind Drummers
Nunca supe dónde nació Julius Maynard. Fue quizá la primera inteligencia de nuestro siglo, pero escogió olvidarse y jugar a los presentimientos y tristezas de la literatura. Desapareció con la misma rapidez con que lo vimos entrar la mañana del 4 de febrero de 1995 al café de Esteban Intzaúlgarat: vestía un abrigo ruso, gigantesco, y llevaba un gorro de tanquista. Pronto nos acostumbramos a su indumentaria que solía variar según las estaciones del año, vistiéndose sucesivamente de gaucho, cosaco, cangaceiro, cowboy, samurai, geisha, templario o cenobita. Luego nos enteramos que trabajaba en la tienda de disfraces de Buchanan Street.
Joaquín Manila y yo nos encontrábamos discutiendo sobre la evidente réplica que eran los cuentos del Tetragrammaton de Maura Samprini a la obra de un autor inventado por Jorge Luis Borges: Herbert Quain. Julius Maynard nos escuchaba con interés y de repente nos dijo que él conocía personalmente al novelista, a todas luces una creación borgeana.
Manifestamos nuestras dudas.
A las cuatro de la tarde salimos del café en dirección al Barrio Latino, donde se alojaba Maynard y él nos explicó la importancia de guardar absoluto silencio cuando estuviésemos ante Mr. Quain, quien era un anciano de sesenta años y vivía en la última celda del hospicio que está en la misma calle de nuestro amigo: la legendaria Havellock Street.
El hospicio parecía una caverna helada; los pasillos estaban desiertos y desde la lejanía de la última celda nos llegaba la voz de alguien que estaba cantando en un idioma que Julius nos explicó era galés antiguo. Pronto nos detuvimos frente a la reja del cantante. La voz calló, y luego nos invitó a pasar.
Por supuesto no se trataba de Herbert Quain: era un anciano inglés al que le habían practicado una lobotomía en su juventud. Entonces comprendimos el raro sentido del humor de Julius Maynard.
A lo largo de los años siguientes apareció todas las tardes en el café de Intzaúlgarat y luego en el Nuyorican. Llevaba consigo objetos que se encontraba por las calles: estatuillas, sombreros, encendedores, estilográficas, una prótesis dental, casquillos, hojas de abedul, recortes de periódicos, muñecas, agujas, alimañas. Todos guardábamos respetuoso silencio al verlo llegar. Tomaba asiento, echaba una mirada alrededor para asegurarse de que no había curiosos y acto seguido comenzaba a relatar la historia del objeto en cuestión. Eran las mejores narraciones que he escuchado en mi vida: cuando Maynard hablaba desplegaba su formidable erudición, sólo comparable a la de Charles Du Bois, Vico o Sainte-Beuve. Construía de manera impecable los más variados enigmas detectivescos, relacionando al objeto con las más descabelladas historias o los más elaborados relatos fantásticos. Odiaba la realidad. Si había alguna forma de sintetizar sus ideas sobre la literatura era esa: negar la mansedumbre de lo real, encontrar la puerta abierta al crepúsculo que espera tras cada fenómeno sombrío, inquietante. Él mismo parecía el origen de alguna de sus historias. Nunca nos permitió visitar su casa, que aseguraba era de lo más común. Nunca nos enseñó una página escrita por él excepto las encontradas luego de su muerte –la aparentemente inconclusa novela Fractal Man-, pero sí habló mucho sobre su estilo aunque nunca supimos si en serio o en broma. Se burlaba de todo: dijo que él escribía barroco náive. Pero fue Julius Maynard quien decidió reconocer al poeta Vinicio Ferreira como el segundo precursor de Umbralismo, junto a Demetrio Souza. También redactó algunos de nuestros manifiestos.
Su amistad con el escritor cubano Joaquín Manila se convirtió en el centro de su vida. Hubo un tiempo en el que pareció acosado por alguna enfermedad nerviosa de la cual solo Manila podría dar algún detalle revelador, pero él se niega a comentar aquella etapa dolorosa y final en la existencia de su amigo. Sólo recuerdo que no dejaba que ninguna sombra le rozara la piel, por lo cual siempre aparecía envuelto con grandes mantas, aún en verano.
Hace dos años Maura Samprini reunió en un volumen los relatos orales que pudimos grabar a J. Maynard. Se titula Sai-Lin and the Blinds Drumers. Aquí pudimos revisar por vez primera las originales inquietudes que movieron al escritor: su batalla contra un idioma que no le era suficiente, que le obligó a apelar a la fotografía como luego descubrimos. Él buscó ansiosamente una verdad formal, el medio dúctil que exiliara la torpeza del habla, sin saber que el habla era su don fundamental. Fractal Man es su desesperado intento por encontrar su voz, un solo acorde, la imperfección maravillosa que le permitiría entonces traducir en literatura lo que siempre fue para él una advertencia que trató desesperadamente de evadir con sus relatos orales. Luego aquella advertencia se transformó en certeza.
El 11 de septiembre del 2001 estábamos conversando en el café. Eran las siete de la mañana. Joaquín y yo mirábamos el estúpido programa que transmitían a esa hora. Entonces llegó Julius envuelto en su manta azul y pidió cerveza. Traía consigo algo que se resistió a mostrarnos. Miraba ansiosamente el reloj. Nosotros no llevábamos la cuenta del tiempo, así que nos sobresaltó el grito de uno de los mozos: miramos nuevamente al televisor y vimos la caída de la primera Torre. Es hora, dijo Maynard y salió del café. Sobre la mesa dejó su objeto: era un pedazo de piedra con un caracol incrustado.
El 22 de octubre del 2001 Julius Maynard saltó desde lo alto de su edificio.
Cuando fuimos a su casa, entre de los papeles del alquiler descubrimos su libro sin terminar –yo diría sin comenzar- escrito en barroco näive que emocionó extrañamente a Joaquín Manila. Constituye, a su juicio, el último texto umbralista. Cuatro meses después, Maura Samprini publicó gracias a la Minion Publishers las historias que grabara a Julius Maynard; a continuación incluimos las tres primeras de la colección Sai-Lin & The Blind Drummers.
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Juan Laprida