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V & B

  Todo comenzó en una madrugada de Buenos Aires. Era el año 1930. V trabajaba como colaborador de Galaxia en Argentina. No sé si esto tenga que ver con lo que sucedió en La Habana hacia 1940, con los sucesos del robo de la estatua del Capitolio  -por demás muy pocos sabemos sobre eso-. En fin, escúcheme.

  La pensión estaba vacía. Siempre en aquella época del año –era a finales de diciembre- los inquilinos partían a visitar a sus familias en el sur, de modo que los pasillos se extendían y deformaban por el aumento del vacío. Las puertas comenzaban a armonizar con la pared, los olores desaparecían y los ruidos se iban apagando; la pensión recordaba a un árbol de navidad en un basurero. Por suerte B había incluido unos cuentos de V en un número de la revista Cuásar y gracias a estos el extranjero sobrevivió durante aquellos meses.

  Por primera vez en mucho tiempo no temía pasar hambre y eso era casi un milagro.

  Llegó a la pensión a las seis de la tarde y comprobó la hora en el reloj del lobby; luego ascendió por la escalera desde la cual podía leerse al revés el nombre Casa Gambini, labrado en el vidrio sobre la puerta principal. Fue descubriendo como un ciego la ruta de su cuarto. Disfrutaba rozar con una mano la pared y cerrar los ojos para que la mano, transformada en un órgano de visión, le fuese describiendo las temperaturas, colores, profundidades y tristezas de los objetos. Había caminado unos veinte metros cuando se encontró frente a su puerta y abrió los ojos.

  No pudo ver nada.

  Horrorizado se tocó los párpados con la yema de los dedos y se aseguró de tenerlos abiertos. Gritó en vano, la pensión le devolvía el eco y él tanteaba a su alrededor buscando las materias que conocía; sin embargo los objetos que lo rodeaban habían sufrido una metamorfosis: las sillas no poseían su textura habitual y estaban en un orden distinto. Tropezó con recámaras desconocidas, vagó por absurdos pasillos que terminaban en una pared y registró armarios en los que tuvo miedo de palpar su rostro ajado como una prenda más. Era de noche. Estaba seguro que era de noche, aunque la ciudad guardaba silencio. Había algo junto a él que no acababa de manifestarse. Un espíritu, pensó. No. Es el Curvo.

  Recordó la vieja fábula de Peer Gynt, donde el cazador se encuentra en una cabaña con un animal desconocido, una bestia tan grande que su cuerpo llena por entero el espacio.  La bestia le dijo a Peer Gynt que su nombre era el Curvo, el Gran Curvo. Desafortunadamente V no podía recordar cómo diablos el cazador se había librado de la bestia. En ese instante una mano se detuvo en su espalda, le pareció que la mano del Curvo lo estaba acariciando para luego, con un abrazo definitivo, hacerlo descansar en paz. Sintió una voz muy suave que le dijo: Despierta, B, tienes una pesadilla.

  Y vio el rostro de Norah entre la niebla.

  B se despertó asustado y poco a poco su respiración se fue serenando. Podía, de alguna manera, reconstruir mentalmente los objetos de su propia habitación. Le asustó el hecho de haberlos desconocido en el sueño. Es que se trataba de otra persona, yo era V, y por tanto mi propia habitación debía resultarme ajena.

  Al mismo tiempo, en la Casa Gambini, el extranjero ponía en hora su reloj de acuerdo con el que ocupaba toda una esquina del lobby. Mientras ascendía la escalera leyó el nombre invertido de la pensión y por un momento deseó cerrar los ojos y dejarse llevar hasta su cuarto. Pero afortunadamente no lo hizo.

  Lo interrumpió una voz que provenía de una habitación a su izquierda. Allí reposaba una señora en lo que al inicio le pareció a V una pequeña motocicleta. Luego descubrió que se trataba de una silla de ruedas de modelo reciente, que trabajaba al parecer con keroseno. El aparato vibraba de forma ininterrumpida y V pensó que la anciana debía disfrutar aquella sensación, pero luego se reprendió por la idea. Se trata de una complicada máquina sexual. El hombre dio algunos pasos, los suficientes para cruzar el umbral y encontrarse a dos metros de la señora. ¿Qué desea? La mujer comenzó a hablar, ignorando a V:

     -Cuando pequeños íbamos al río a pescar mis hermanos y yo. Vivíamos en Tijuana, mi padre tenía una hacienda y acostumbraba pasearnos todas las mañanas en su automóvil. Cuando llovía jugábamos en la casa o nos revolcábamos por los barrizales. Fue allí donde contraje el mal de la piedra. Respiré el polvo de una cantera abandonada: primero los pulmones se contrajeron con tanta fuerza que escupí la sangre y perdí el conocimiento; al despertar mis manos no me obedecían. Luego fueron mis piernas y con el paso de los años lo he sentido crecer centímetro a centímetro en mi interior; las rocas y el polvo mezclándose con mi comida. La mirada deteniéndose en los objetos más queridos porque sé que llegará el día en que me alcance los ojos. Ese momento será definitivo porque de una cosa estoy segura: llevaré conmigo hasta la muerte la última imagen que pueda ver. Tengo miedo de esa imagen; puede ser maravillosa o terrible y esas son las equivalencias de mi infierno o mi paraíso, la última imagen, el último segundo de certeza y luego la noche… ¿Podría conectar el fonógrafo?

  V atravesó indeciso la habitación y accionó la manivela del fonógrafo. Era Schumann: La muerte y la doncella. Es maravilloso –dijo la anciana-.

  Luego comenzó a levantarse. Su cuerpo crujía y pareció por instantes que se vendría abajo. La anciana rechazó la ayuda de V. Poco a poco se enderezó y sonrió al hombre, la sonrisa era extraña y fuerte. V sintió la seguridad de algo desconocido y no tuvo miedo. El aire de la habitación había cambiado, ahora la anciana danzaba en silencio, solo se escuchaba el roce de su vestido sobre la alfombra. Más allá la ciudad desaparecía, la habitación estiraba sus límites hasta una región inefable como el humo de los cigarrillos o los pájaros en el otoño. La música conmueve a la piedra, se dijo V y discretamente se retiró de la habitación.

  No podía decir que estuviera alegre. Sentía algo más profundo: un color malva lo inundaba hasta la médula de los huesos.

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