Buffalo Bill
El mutismo es una forma de desaparición: por tanto esta mujer es invisible. Pero es ciega y también sorda. Excluye al mundo. Beatíficamente.
Yo no conozco su nombre pero desde hace dos años la llamo Helen Keller. Siento sus pasos que meticulosamente ascienden los treinta y seis peldaños que la separan de mi habitación, luego el chasquido de la llave que suena como una fosforera asmática, girando, suavemente girando en la cerradura y me parece que Helen encuentra cierta delectación -de la cual no quiere que sepamos- en ese movimiento que deliberadamente retrasa, al cual se entrega con el tiempo perfecto de una masturbación (les aseguro que no practico nada parecido a las pasiones del cerrajero o del voyeur, sino algo más bien parecido a las del detective). La noche está afuera, como esa mujer con las piernas abiertas que te sonríe con hechizos de sacerdote inca. Y yo la persigo por el Demetrius’, el bar de Max Bacon o me voy al Bronx, a las últimas y desoladas calles del Bronx a imaginarme cómo era en 1933, cuando las pandillas mataban con estilo y las ametralladoras y los automóviles eran esa especie de muerte enchapada en oro que secretamente añoramos, y el jazz tenía como un espíritu torcido, no de borracho o de ninfómana, si no apenas el de un cartero sin oficio o un boxeador que ha vendido su alma al diablo porque ama desesperadamente a su mujer, que puede llamarse Helen Keller o Greta Garbo o quién sabe. El jazz era la desesperación silenciosa del arma envuelta en la almohada, el disparo que va hacia tu cabeza como el Nostromo iba desplazándose a través de las galaxias. Siempre el miedo, el miedo que de manera torpe defino con esa palabra cuando en realidad es algo mucho más abarcador, estaba en algunos temas de Sun Ra y en otros de Hemphill, y el sentimiento de vastedad del Nostromo -la nave espacial desplazándose bajo aquel tiempo que ya no recuerdo- era finalmente el vómito de Chuck Klame. Ya sé que estos son nombres. Y un nombre no dice nada. Y un nombre no sirve para girar en ninguna cerradura y excitar a una mujer. Pero yo vivo sustancialmente de esos nombres y de las mujeres que se excitan frente a las cerraduras. Entonces recuerdo el cielo de las películas en blanco y negro que iba a ver con mi padre al Kensington. Nunca pude retener los argumentos, pero siempre el cielo de un color como la plata sucia lograba sorprenderme. Recuerdo cierta película donde Humphrey Bogart -con su visible parálisis facial- interpretaba al guionista de cine que tiene un affaire con una joven algo estúpida y que es acusado de asesinato. No recuerdo otras cosas. Pero el cielo tenía el color de ojos vacíos o daba la sensación de varios instrumentos de laboratorio expuestos al sol en el patio de algún viejo hospital, o recordaba el aroma de la radiografía del pulmón derecho una mañana en que estaba nevando. Ese es el color del cielo en las películas. La otra sensación que recuerdo es la de una piscina vacía: el protagonista –que es también el narrador- llegaba a la casa de aquella actriz caída en el olvido y sostenía una extraña relación con ella y su mayordomo. Al final la actriz le dispara y él cae en la piscina que ahora está llena; esa me pareció una manera muy clara de expresar el sentido de la vida: el tiempo que toma en llenarse la piscina que siempre estuvimos mirando sin sospechar que caeríamos dentro. Finalmente el narrador del filme continúa, como si nada hubiese sucedido… y es que aún después de muerto la historia debe continuar como una locomotora al despeñadero. La historia continúa –les decía- hasta que la actriz cree asistir al primer día de rodaje de su película cuando en realidad es arrestada; su rostro se va acercando a cámara hasta hundirse en otra piscina más profunda y atroz.
Pero esto son divagaciones sin la menor importancia. He olvidado mencionarles que Helen Keller es inválida.
La silla de ruedas que utiliza es de fabricación alemana y fue ensamblada en la Argentina, de modo que para llegar a su trasero tuvo que viajar miles de millas -disculpen si me he exaltado en algún momento, pero es que el ruido que produce aquel aparato me destroza los nervios-. Por las mañanas siento cuando arranca el artefacto que hace el mismo ruido que la turbina de un caza, luego sale en dirección al elevador, aprieta los botones al azar y está deambulando por los veinte pisos del edificio hasta que algún alma piadosa –yo casi siempre- la conduce a la primera planta, donde arranca nuevamente su motor y se pierde en el tráfico de Palm Street. Nunca he intentado seguirla. Lo más desconcertante es esto: ustedes recordarán que al principio describí cómo Helen Keller abría la puerta de su habitación y cómo escuchaba sus pasos ascendiendo la escalera. Pues bien: así yo hubiera deseado que fueran las cosas, pero la realidad es siempre decepcionante. Hellen Keller abre la puerta de su departamento con un empujón y luego da un portazo que estremece la vajilla en mi pieza. No puede ascender las escaleras porque es inválida y no puede girar la llave en la cerradura porque su departamento no tiene.
Yo muchas veces me he preguntado la causa de esa invencible curiosidad por averiguar qué hace Helen Keller cuando sale del edificio Hediggan. Y la respuesta es la misma: soy un enfermo mental, soy el tipo retorcido que fantasea con su vecina inválida. Hace años conocí a Maxim Andropov, un comunista zoofílico que les hacía el amor a los canarios mientras silbaba La Internacional, y esto no le impedía ser mi mejor amigo. Estuvimos juntos en Sing Sing. De eso hablaremos luego; lo que quiero decir es que el carácter de mi inofensiva obsesión me elevaba espiritualmente.
Ahora estoy pensando en el día en el cual descubrí el secreto de Helen Keller. Ya se habrán fijado que mi narración es confusa y les advierto que puede ponerse peor.
La mañana del 5 de febrero de 1960 se cumplían veinte años de la muerte de mi búfalo. Pero esa es otra historia demasiado dolorosa para referirla aquí; me limitaré a indicar que al levantarme ese día me dirigí a la foto de Lucius Snyder, que en un tiempo fue mi Dios, luego mi héroe, ahora es mi amigo y posiblemente dentro de cinco años sea papel sanitario. Le pedí discretamente que me ayudara. Sentí cómo en la habitación de Helen Keller echó a andar la silla de ruedas; silenciosamente abrí la puerta que daba al pasillo, viendo a la inválida acelerar en dirección al elevador. Me acerqué más solícito que nunca y oprimí el botón de la planta baja. En el elevador advertí cuatro cosas: 1.estaba vestida con el traje negro que le llegaba a los tobillos, 2. traía su bufanda gris, 3.lucía unas gafas negras no me dejaron ver sus ojos que yo sabía eran azules, 4. mascaba chicle con ansiedad enfermiza. Al abrirse la puerta del elevador aceleró hasta perderse en la multitud de Palm Street. Corrí tras ella pero el gentío me estorbaba; a pesar de estos inconvenientes vi que se dirigía al Metro. Lo bueno de perseguir a una mujer como Helen Keller es que no tienes por qué ocultarte, y gracias a esa circunstancia yo caminaba casi a su lado antes de bajar a las profundidades de Westburg.
Llegamos a la estación y vi que le preguntaba al guardia por el horario del tren con dirección a Harlem. ¿Qué iba a hacer en Harlem? Y el hombre la miró extrañado por varios segundos. Luego dijo: Ya llega.
El Metro olía a carne podrida. No sé cuál era el motivo, pero ese olor me ha hecho gastar mucho dinero en taxis; además estar bajo tierra no me ha interesado nunca y ya cierta vez Lucius Snyder estuvo a punto de morir en un choque de trenes. Pero hice de tripas corazón o el corazón me latió en las tripas y con aquellas raras palpitaciones seguí a Helen Keller en dirección a Harlem.
El tren iba casi vacío.
De cuando en cuando miraba a la inválida ciega. Ya no era sorda ni muda. Había preguntado al policía y lo había escuchado atentamente. Trataba de fijarme en los rasgos de su cara para encontrar algo nuevo, algo desconocido, algo semejante a un milagro. Pero su cara permanecía inalterable.
Recordé la noche del 3 de abril de 1934. Vivíamos en New Mexico, casi en el desierto. Desde hacía cinco años viajábamos de un lugar a otro en la caravana de mi padre Cleveland Hayes, y mi madre Florence se entretenía disparando a los coyotes con su revólver. Esa tarde el sol estaba rojo y demoraba en oscurecer. El desierto era un coágulo extendido de horizonte a horizonte. Yo estaba jugando en la parte de atrás de la caravana cuando los vi llegar. Dijeron que venían de Providence; mamá estuvo conversando con Cleveland mientras los miraba con asco y ansiedad. Mi padre no aceptó los ruegos de mi madre, que pedía levantar el campamento y adentrarnos en el desierto para no tener que pasar la noche con aquello. No recuerdo sus caras. Uno era o parecía ser el padre del otro. El otro tenía una máquina cocida al estómago con una manivela al costado. Los dos estaban polvorientos y tenían hambre. Los dos miraban con lujuria a Florence. Pero el revólver y mi padre los disuadieron y desviaron su atención hacia el plato de frijoles que mi madre les dio de mala gana, y bebieron gustosos el agua y el whisky que mi padre les alcanzó. Dijeron que no tenían forma de pagarnos, pero en cambio nos cantarían algo. Mi padre les dijo que estaba bien, pero que no veía ningún instrumento. Los dos se miraron y rieron. El mayor tomó la manivela del menor, le dio vueltas; el otro abrió la boca y pudimos escuchar: María tenía corderitos, de lanas blancas como la nieve... Mi madre huyó a la cocina tapándose los ojos, pero Cleveland y yo permanecimos clavados en el lugar. Escuchamos repetidas veces la letanía mientras el sol rojo se iba hundiendo. La noche se extendía como un animal ciego y estúpido.
Al amanecer los hombres ya no estaban. Donde se había sentado el menor vi una mancha de sangre que comenzó a evaporarse casi enseguida.
El tren llegó a Harlem.
Descendimos y pronto Helen se quitó la bufanda y las gafas. No era ciega. Tomó por Witter Circus y yo comencé a preocuparme. Si se volvía podría descubrirme, eso sería en extremo vergonzoso, así que me fui retrasando poco a poco. Finalmente entró en el Red Diamond, un club nudista.
Me detuve indeciso en el umbral. Recordé a Lucius Snyder cuando decía: el investigador debe continuar su investigación más allá de su vida. Y lo decía con su manera extática, con la seguridad divina que ponía en cada frase. Aunque la frase no tenía mucho sentido, decidí escucharlo en mi capítulo mental 213 titulado The Last Vampire´s Mambo. Y aparté las cortinas rojas.
El Red Diamond tiene forma de rombo y el piso está decorado siguiendo ese motivo geométrico. Aquel día no era mucha la clientela, así que la mayoría del público estaba concentrada cerca de la pasarela donde tres rubias se movían como pedazos de caucho. Un suave resplandor descendía sobre las mujeres y parecía atravesarlas. La luz era roja pero no de ese rojo orgiástico que todos conocemos, si no aquel rojo infantil, inocente, con olor a juguetes de recién nacido. La música iba desapareciendo casi de manera visual. Pronto de las mujeres y de la música no quedó nada; apenas el silencio nervioso, el espacio que deja en el aire un pájaro que cae muerto.
Entonces la vi. No en la pasarela: estaba a mi lado, oculta entre los mirones. Sus ojos azules brillaban en la oscuridad cuando anunciaron el próximo número y la vi inclinarse hasta que el rojo de la pasarela fue desvaneciéndola.
Y sin nadie esperarlo apareció sobre la pasarela mi vecino Acheron Hablin, desnudo como un pedazo de caucho. [1]
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[1] Grabada el 5-junio-2000 en el apartamento de Mateo Mordeccai. Basada en una fotografía de Thomas A. Edison.