JUAN LAPRIDA
El acercamiento a Almotásim
&
Filmar Pedro Páramo
Juan Laprida es un anciano de 99 años. Todas las mañanas se ejercita en su departamento de Hopkins St. y mira la televisión durante veinte minutos: lo que estén transmitiendo, no importa. Luego toma una ducha y se va al departamento de su amigo Joaquín Manila.
Los dos viejos se enfrascan en una misión de Final Fantasy que puede durar hasta las tres de la tarde; entonces alquilan alguna película de los años cincuenta y se sientan a comer lo que prepare el cubano, casi siempre platos fulminantes para sus sistemas digestivos y que más de una vez llevaron a la sala de terapia intensiva del Jefferson Memorial al segundo autor de El acercamiento a Almotásim.
Siempre Juan negó el plagio evidente. Se aferraba histérico a que su relato era tan original como el de Borges, en otro sentido. Maura Samprini, la única mujer que llegó a entenderlo -se podría decir que la única criatura viviente que llegó a hacerlo aparte de su gato-, nos rogó que no lo molestásemos más con nuestras acusaciones. De cualquier modo al viejo no le importaban. Pronto nos reconciliamos y por esa razón Juan Laprida me ha solicitado redactar el prefacio de su singular obra.
Es muy difícil hacerlo cuando el autor mismo asegura que las casualidades que lo conducen a escribir o resucitar El acercamiento a Almotásim no son ficticias. Ello nos condujo a una segunda discusión, esta vez amigable (si cabe el término) y culminamos con el acuerdo de no discutir sobre eso en el prefacio.
Entonces ¿qué decirles?
Este es un texto crítico que se transforma en narrativo y viceversa. No es una reseña como el texto de Borges. Es algo más complejo y menos perfecto: ahí está su atractivo. Es una novela en posibilidad, en potencia, que decide no serlo por fatiga o por la brevedad obligatoria de las bromas pesadas.
Es sin duda un texto umbralista, quizá el primero en aparecer luego de que firmásemos nuestro Manifiesto, seguido por la novela de Joaquín Manila titulada Zarathustra Poraczie.
Ahora hablemos del autor.
Juan Laprida nació en Chacra del Puyrredón, Argentina, el 17 de diciembre de 1912. Allí había nacido José Hernández, su poeta favorito aunque tuvo muchos. Siempre Martín Fierro y las ulteriores interpretaciones narrativas de Borges le desasosegaron. El Sur le parecía una historia inquietante, que nacía de un pacto de los gauchos con el espíritu moderno, o de una inviolabilidad que nadie conocía y el peregrino que se adentra en ella demasiado pertrechado por la razón, finalmente perece o es transformado de una manera irremediable. Borges lo había escrito luego de una septicemia. Y el propio Juan, luego de sus fugaces contactos con la ayahuasca, había padecido la misma sensación de fotografía amarillenta en el cerebro, de muerte detenida, que semejaba un punto de encuentro entre Julien Green -El viajero sobre la tierra- y Lovecraft –Randolph Carter-. Era lo mismo, pero bajo otro sentido lógico. The Unknown Kaddath se convirtió desde entonces en la resonancia de una tierra que Juan Laprida conoció y nunca pudo describir sino a fragmentos.
Viajó a España a los dieciséis años y conoció a Valle Inclán y a Unamuno. Pudo haber sido un gran escritor. Fue amigo de Baldomero Sanín Cano y de Ezequiel Martínez Estrada. Habló con Felisberto Hernández en alguna ocasión, junto la redacción de la revista Proa y dejó impresionado al otro con su erudición casi enfermiza.
Cuando leyó los ensayos de Markus Kilterney agrupados en Savage Gardens, sobre todo su análisis de los harmolodics, de la composición oblicua y el fake jazz, comprendió que el irlandés había logrado expresar en términos plausibles lo que para él siempre había sido mera evanescencia. Laprida supo cuando leyó Lluvia Negra de Facundo Reyszman y la crítica de Ernst Robert Curtius que allí había otra posibilidad de conciliación, una summa: lo que inútilmente habían buscado Mallarmé con sus misas poéticas, Wagner con su gigantismo y Sokolnikov y George Widekind con sus filmes. Rozar un absoluto o el Absoluto.
Siempre me han fatigado las palabras con mayúsculas: el Arte, la Sociedad, el Estado, el Bien, el Mal, etcétera. A Juan Laprida le encantan; solo que busca jugar con ellas. Nunca le ha interesado entenderlas o postularse como guardián de sus misterios.
Volvamos a su vida.
Luego de vagar por el mundo durante cincuenta años y de participar en casi todos los movimientos de las vanguardias, llegó a New York a mediados de 1990 y alquiló el mismo departamento en el que hoy vive y trabaja. Fundamos Umbralismo durante las navidades de 1994 junto a Joaquín Manila y Julius Maynard. Luego se nos unió Maura Samprini, a distancia, tal como lo hizo Stanislaw Bauer.
Nuestro autor comparte con Joaquín Manila una obsesión por la obra de Jorge Luis Borges. Ello me ha traído enconadas discusiones con los dos. Sin embargo, el fruto de esta obsesión ha sido -al menos para mí- algo maravilloso. Tres obras de Umbralismo nacen de esa afortunada idolatría: Los anime de Ferdinand Hodler, El acercamiento a Almotásim y Tetragrammaton, este último de Maura Samprini.
Juan Laprida es un individuo silencioso, de maneras refinadas. Todos los hombres que viven con un gato lo son. No sé que virtud tienen esos animales, pero con el paso de los años han tenido el poder –pues han sido varios- de ir dotando a Juan con una quietud egipcia. Esto se puede apreciar en buena parte de su obra. Está en sus memorias y en Scrutable Dog, su libro de cuentos. Hace mucho tiempo que no escribe, y ha tenido la bondad de romper su voto de silencio para escribir los prefacios a los diferentes autores de este libro.
A lo largo de esta nota he dado cumplimiento a otra promesa que hice a Juan: la de no contar su vida. Esto aparece en sus Memorias, donde se unen la autobiografía y nuestro incurable vicio de mentir.
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Mateo Mordeccai [1]
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[1] Este fue el único prefacio biográfico que alcanzó a escribir Mordeccai.