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Manual de Surrealismo Americano

  Hace cuestión de cinco años, andaba en compañía de Guernesieux –dramaturgo que todos conocen por su admirable Betelgeuse- paseando por las calles de Gante, ciudad tan poco dada al surrealismo como lo son en sentido inverso las ciudades del Nuevo Mundo. Guernesieux y yo nos encontramos a un librero ambulante junto a la Rue Wallon, que es una calle inmensa, donde los adoquines parecen extenderse hasta dominar la arquitectura de las casas de tejados amorfos mientras sus nacientes atalayas se encajan en el encapotado cielo belga. Si hago esta descripción es para ubicarlos en lo de irreal, en lo de espectro o fantasmagoría que tuvo para nosotros aquella suerte de visitación del vendedor de libros. El hombre nos abordó directamente pues nuestra estampa –especialmente la mía- evocaba los tonos mediterráneos tan ajenos a ese lugar del mundo. Ofrezco lo desconocido a precios módicos –nos dijo- y Guernesieux, amigo de cuanta aventura se cruzase en nuestro camino –y esta línea es prácticamente juliovernesca- se acercó al cajón del librero.

  Encontramos en realidad buenos libros, pero de ediciones no tan antiguas, casi todas de finales del siglo XIX que solo sus graciosas ilustraciones –todas al parecer grabadas por el mismo artista- los hacían en algo originales o valiosos. Así, por ejemplo, obras como Gargantúa y Pantagruel aparecían ilustradas con grotescos aguafuertes y personajes fantásticos bebiendo en raras tabernas, con el techo invertido, con prostitutas de tres senos y la imaginería visual que nace en el Bosco y decae gradualmente hasta José de Ribera. Rabelais hubiera quedado atónito ante el raro amalgamiento de figuras, que nada tenían que ver con la corriente realista-deforme de los ilustradores a mediados del siglo XVI cuando las figuras fantásticas aparecían recortadas sobre un fondo neutro, casi escenográfico. Ustedes de seguro se estarán preguntando, ¿y el Romanticismo, puesto que la edición era de 1860?: diré que moría en término de ilustradores con Gustavo Doré –más reciente- Lo otro es como en Blake, obra plástica trasladada al campo de la edición. Pero volvamos a nuestros corderos.

  En todos los libros, les decía, había tal similitud que le pregunté al vendedor donde radicaba la casa editora Gambrinus, cuyo monograma aparecía al pie de los volúmenes. Y para nuestro asombro nos informó que la casa aún existía y continuaba editando escasos textos. ¡Llévenos allí! –casi ordenó Guernesieux- y el otro, creyendo buscarse una buena propina, nos guió por otro nudo de callejas que aún lucían el musgo cobertor de paredes y la inevitable hojarasca –tan usual, tan añadida al ornato público que francamente en nuestras latitudes resulta un estorbo, pero allá, en el lugar que la entronizaba a lo largo y ancho del mundo era otra cosa, su movimiento, su rumor tan caro a los románticos nos llenaba de eso que alguien había llamado figura: ese lugar que engloba espacio y tiempo, donde las mismas cosas se agrupan, se enmascaran y aparece un nuevo orden -el orden de lo maravilloso-.

  Nosotros, contaminados por aquella idea, seguimos a nuestro guía hasta llegar a una modesta casa que orlaba su dintel con el rimbombante título de Maison Gambrinus y abajo, no menos alucinante, no menos aleatorio: nemo me impune lassesit y el célebre escudo de los Montresor. El vendedor ambulante empujó la puerta y nos hizo entrar a un salón donde se agrupaban en curioso desorden muebles rococó, pelucas, maniquíes, un loro, un clavicémbalo y gran cantidad de figurillas de porcelana. Lo más asombroso resultaba la techumbre: sobre nosotros y corroídos por la humedad se extendían réplicas de grandes lienzos. Allí estaba Ofelia, a su lado un cuadro de Hodler, otro de Brueghel, acá sobresalía de la oscuridad la Virgen de las rocas y en la esquina izquierda aparecía un texto de Supervielle ilustrado por Max Ernst; los colores de uno y otro cuadro se contaminaban pues al correrse de las telas se impregnaban en el cuadro vecino produciéndose raras extensiones de un cuadro del Greco a otro insulso, de un paisaje aragonés. Guernesieux dijo: Es un escupitajo de glorias. Para nada era un espectáculo grotesco, surrealista o fantástico, sencillamente era el orden de las cosas, la exhibición de esas raras aleaciones que uno puede encontrar en la morgue o en las subastas.

  Entonces apareció el librero envuelto en una antiquísima levita y nos invitó a pasar a la librería con un raro movimiento de cabeza, como si algo le molestara bajo el cuello.

  La librería, y creo justo aclarar que no se trataba de una biblioteca, obedecía en su orden a las más inteligentes estrategias de venta. En un primer plano, dentro de estantes suntuosos cubiertos por cristales corredizos asomaban los títulos comerciales de aquellos años y léase aquí: Pierre Loti, Conan Doyle, los infaltables Salgari, Verne, Wells, Scott, la Baronesa de Orczy, Arthur Machen –una rareza- y otros tantos y se reprodujo el curioso efecto de la entrada al descubrir entre libros puramente europeos, un libro de cuentos de Lugones y otro de Ambrose Bierce. Guernesieux me guiñó un ojo: Hasta aquí llegan tus coterráneos.

  Si he tratado de rehacer en parte la enumeración de los libros es porque quiero llamarles la atención acerca de la similitud casi absoluta en cuanto al género que trataban; además todos, absolutamente todos, estaban ilustrados siguiendo el mismo patrón de las ediciones que nos ofreciera en la calle el andrajoso vendedor. Lo curioso es que aquel ensortijamiento, aquel barroquismo, giraba alrededor de un grupo de personajes –siempre los mismos- unidos o dispersos en hábiles imbricaciones que debían mucho al ingenio y poco a la emoción. Yo pregunté quién era el ilustrador y el librero me contestó que él mismo; pero era un oficio hereditario en su familia que se perdía en los albores del siglo XI, cuando el primero de los Alpsens –y ahora descubría lo inusual de su apellido- había ejercido como ayudante de copista en un monasterio. Mientras narraba su genealogía nuestro anfitrión, Guernesieux dio con un volumen que se apartaba de los otros por su diseño sobrio. Me lo alcanzó y era un libro titulado Las Apologías, de Cantabrio Infantes. No tenía prólogo y mientras el librero trataba de dilucidar alguna falla en su ascendencia, yo me dediqué a examinar los giros lingüísticos pues ya he dicho que el libro carecía de prólogo y fecha de la edición primera. No debía ser anterior al siglo XIV ibérico, incluso una que otra descripción de Castilla la Vieja, de Madrigal de las Altas Torres, de Burgos, las citas a la vida y obra de Tomasso di Cavalieri, me llevaron a corroborar el periodo de su escritura. Luego descubrí, con sagrado temor, que era un Tratado sobre la Perspectiva, por demás escrito en castellano y no en latín.

  Todos conocemos, bastante general el que menos, que es en los trabajos de Filippo Bruneleschi, Paolo Ucello, Alberti y Leonardo da Vinci donde por vez primera –hasta hoy- se teorizaba acerca de la perspectiva y se planteaban soluciones espaciales como el sfummato, las primeras ideas del escorzo –usado mucho en el barroco-  y se nos habla de puntos de fuga, línea de horizonte, etc. Este concepto nuevo fue trasladado posteriormente al ámbito de la escenografía teatral.

  He narrado estas cosas para llegar al meollo del asunto que nos ocupa y es el Cuadro que toma como referencia central el libro de Cantabrio Infantes. Se nos dice que en él aparece la sensación de profundidad entendida como vértigo que hala los ojos, según el autor como nada conocido porque es línea que se parte en la forma de nuestra letra L y se une como el tejido de las cotas y los petos, o de los hábiles tapices de Granada. Más adelante: ...y una vez contemplado el que lo vide, queda en una existencia de menesteres alunados, de vivir a rastras tal los hurones pues si el infortunado se alzase sobre ambas piernas, perdería la ubicación de los lugares y así caería en la confusión más diabólica de sus juicios. Lo diestro y lo siniestro, el arriba y el abajo se trastocaban, según el libro, como si la esfera precaria de imágenes en la cual se desplaza el hombre fuese alterada al presentársele a este la sensación de real esfericidad en una suerte de ubicación cósmica; tal como los planetas carecen del arriba y el abajo y solo poseen la gravedad, al hombre le sería arrebatada la ilusión del equilibrio y por ende todos los puntos del espacio le resultarían equidistantes. A esto lo llamó Cantabrio Infantes vértigo que hala los ojos. Le obsequié el libro a mi amigo.

  Siete años después Guernesieux llamó a la puerta de mi casa en Santiago. Rotoso, me pareció un inca, con la nariz más aguileña que nunca y los ojos hundidos que eran más de un cadáver que de un bohemio. Llovía. La noche fue larga e inolvidable. Guernesieux me habló repetidas veces del Cuadro descrito en el libro español. Juraba haberlo encontrado en Río Grande do Sul cuando remontaba la selva con un grupo de argentinos; habló de tabernas flotantes y serpientes, de tigres perdiéndose en agitaciones de sombra, de la fatalidad que poseía el lienzo. Yo lo miraba dudoso, su locura le nacía por el cabello largo y la risa. Lo traté de compadre y él se rio de mi falsa atención; luego bajo sus ojos vi formarse súbitos coágulos de sangre que reventaron. Pateó tres veces. A la cuarta, ya era un difunto.

  Lo enterramos. Lo olvidé en silencio.

  Un tiempo después los libros volvieron a atacarme y releí todos los que aún no había vendido: allí me tropecé con el de Cantabrio Infantes que me había dejado Guernesieux. Días antes había leído un libro de Egon Friedl donde encontré el temor a la última obra generada: la tesis exponía la posibilidad de que nuestra cultura fuese la sucesión exacta de otra, desconociéndola. Así cuando la última obra artística de aquel tiempo sea alcanzada en el nuestro, habrá llegado el Armagedón. Después de aquella obra –siempre la misma- llegamos a los habitáculos del vacío, a una región de arquetipos inmóviles: la inexistencia. Aparece entonces un margen de nueve siglos de silencio y reproducción.

  Sus ideas me parecieron absurdas, delirantes. Hoy no pienso así cuando redacto estas notas a bordo del Endeavur rumbo a Pernambuco, luego me internaré en las selvas...presiento que el cuadro de Infantes fue la última obra generada de otra cultura inconcebible. El mar nos ahuyenta de la ciudad fluctuante y yo pienso en mi amigo, tal vez en el único amigo que he conocido: pienso en Louis Guernesieux.

  Llegamos a Pernambuco el 31 de octubre de 1915. Las palabras eran veloces y mi portugués lento; así, al anochecer vagaba por las calles desiertas, sonámbulo de hambre y de angustia. Yo era víctima de esa extrañeza que producen las constituciones nuevas de la forma, como un alma metida en otra a la fuerza, sin espacio para respiraciones o jadeos. Comencé a odiar aquella realidad impuesta y pasé la noche en el portal de una iglesia en la calle Agrigento. Al amanecer encontré una expedición de gente humilde que iba hacia el Oeste y me alisté afanoso de ganar compañía.

  Cuando la selva se mostró como una bestia rebelde me abandoné a su ritmo interior: en la selva agarra uno la pluma y los insectos le invaden, el sueño de hembra y cuerpo sudoroso le espanta toda meditación –es que acaso esto obedece a un distinto orden de la sabiduría- aquí los espacios se han duplicado, como las catedrales en los ríos. Sin embargo las palabras –esas sí inamovibles- de Egon Friedl y de Cantabrio Infantes me aguijoneaban en la ruta de Río Grande do Sul.

  Una banda de indios asaltó la expedición y dieron muerte a decenas de emigrantes. Yo salí de entre los cadáveres al tercer día; presentí a los gusanos escarbarme la piel, como quien busca asideros en una masa aun compacta, irredenta a la muerte. Entonces anduve solo en el reino de las visiones.

  Vi la curiara fantasma que cruza el Paraná eternamente; vi al muerto que rema sobre las junqueras espantando yaguasas y caimanes. Vi los árboles que abrazan a los tapires, haciéndolos una masa jadeante de tendones y nervios que resisten la digestión de su enemigo. Llevaba sesenta noches en un mundo lejano, resonante. Yo había sido parte de esas digestiones ciclópeas, había caminado por los surcos de las tambochas y compuse versos mudos al pie de abadías tragadas en una mañana por la selva. Ya no era más un hombre, sino una raíz andante, cuando llegué a la taberna de Botafogo en el invierno de 1916.

  Primero tuve la fuerte impresión de haber llegado a un pueblo abandonado. Todo callaba. El mundo entero parecía haber callado de golpe. De repente un grupo de indios salió de la taberna moviendo las bocas, en gesto de hablar, lanzaron tiros al aire, inaudibles. Uno casi me golpea con su boleadora al pasarme por al lado. Yo caminé inseguro hasta la puerta; en el interior se bailaba al compás de una música sorda interpretada por un cuarteto de instrumentos rarísimos. Vi dragones que hablaban correctamente el francés y dormitaban con archidiáconos: entonces supe que padecía de fiebres tercianas. Botafogo me atendió, luego del desmayo. Solícito y amable Botafogo; muerto después por mis propias manos cuando intentó venderme a un griego buscador de diamantes.

  Antes del incidente con el griego hablé mucho con un exiliado argentino, que escribía un libro magnifico. De él recuerdo: donde los vientos me llevan, allí estoy como en mi centro. Este fue mi único amigo en aquellas tierras; él me habló del cuadro que estaba oculto en el burdel perteneciente a Maura Yacaré, mujer veleidosa y triste, dueña de un ejército privado en la desembocadura del Amazonas. Nunca nos preguntamos el nombre. Al despedirnos le dije el mío, él contestó con un rumor que se llevó mi barca. No lo he vuelto a ver.

  El río era siete veces más amplio en la desembocadura y una plaga de aves huían del mar, quién sabe por cual desastre o hambruna. Cruzaron el aire indecisas, sin conocer aquellas partes del mundo y pensé en los árboles que las aguardaban adentro, en las raíces móviles. Ahí está –dijeron los remeros- y nuestra barca rozó el buque de ruedas, el grandioso, el alucinante prostíbulo de Maura Yacaré. Mientras era izado por un raro andamio a cubierta, pensé en mi buen amigo Guernesieux y en que ahora sí, luego de un año de peregrinaje estaba frente a la maravilla o el espanto que le hicieron morir, luego de hacerle enloquecer.

  Maura Yacaré había leído a Rabelais y los Sueños de Quevedo. Era prima segunda de Isidore Ducasse, el joven Lautréamont que aún no se iba a París para deslumbrar al Viejo Mundo con Los Cantos de Maldoror; yo supe luego que esos cantos fueron dictados en interminables cartas de Maura a su primo.

  Maura poseía dos indias que actuaban como pelícanos guerreros, tenía una vaca en su recámara nupcial y unos párrocos atados eternamente sobre un asno cantando la Madelon. Había que invocarla por colores y estados del ser: yo acerté con el púrpura y el abandono...hicimos el amor con la fuerza de una virginidad inefable, jugamos con un arriero que juraba ser primo de Luzbel y esculpía la imagen del ángel caído en mármol de Carrara, saqueado a un navío británico.

  En el centro de la embarcación se alzaba, entre las ruedas gigantes, un cabaret nombrado A idade do fogo, donde se representaban conciertos mudos para gato y orquesta y unas peleas de tullidos donde al lisiado vencedor le era concedido escoger la mujer de su antojo para una noche de quejidos amplificados por el sistema de tuberías acústicas que unía a los cuartos en una especie de órgano colosal. Allí Maura interpretaba, llorando, lentos villancicos compuestos doscientos años antes en Santiago.

  Otro, un renegado oriental, pintaba sendos lienzos en los que aparecían, en todo detalle, las formas geométricas del motor del barco. Muchos incautos los identificaríamos después con eso nuevo que bautizaron en marchas triunfales como cubismo analítico.

 

  Yo era feliz al borde del mundo, en el centro de Maura. Aprendí la felicidad lenta que solo tienen el agua o los moribundos, fluimos distantes como un cigarro armado de humo –según Maura-.

  Al año exacto de vivir a su sombra, la mujer me despertó con violencia. Su guardia personal estaba formada en el puente. Entonces descubrí el Cuadro. Míralo bien, luego tienes un bote esperando.

  Sin comprender, me encontré frente al lienzo, al que habían quitado la sábana que lo cubría: vi su Forma. Sentí el vértigo. Era la estructura clásica de la espiral basada en la letra L de nuestro alfabeto. Alrededor todos se protegían los ojos y yo sentía el gigantesco rumor del mundo. Vértigo que hala los ojos, decía Cantabrio Infantes y estaba en lo cierto, ahora veo en todas las formas la ausencia, el vacío; en cada pared, en el final de estas líneas veo otro lugar que se prolonga inasible a la mirada de otros, aun por revelarse. La curiara me arrastró siete noches, río abajo.

  Regresé a Santiago vía Pernambuco luego de un año deambulando por las selvas. Vendí los libros y esperé la muerte.

  En 1939, pensé que había llegado el Armagedón anunciado por Egon Friedl. En 1948 fui a Washington y encontré en un patio interior del Capitolio la estatua de Luzbel que esculpiera el arriero en el buque ahora perdido de Maura Yacaré. Fue al año siguiente, paseando por el Louvre, cuando supe que aquellos desesperados hedonistas amazónicos habían sido los padres del surrealismo, último respirar de una época que sí vislumbró su fin cuando la voz del Führer invocaba los aviones sobre Europa.

 

  A veces pienso en ese mundo que se deja ver entre los árboles como una palpitación que no se atreve a nacer por rodearla una fuerza inasible; ese mundo está al borde de mis pasos, nos acecha la tierra donde Hitler venció, donde la libertad aguarda nueve siglos de silencio y reproducción. Sé que en ese mundo probable hay un burdel que flota aguas abajo hacia la mar infinita; entonces digo púrpura, abandono y la siento venir, única salvadora de mi muerte y sus ojos retienen el caos de los objetos, devolviendo a las formas su antigua quietud.

 

  Es septiembre.

  Un aire seco recorre los patios. 

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